La
estación estaba concurrida. Durante un par de meses se había notado
un cierto vacío. Los estudiantes habían vuelto a sus casas dejando
en el aire el hueco de su existencia.
Al
volver a casa, el guirigay que montaban los jóvenes ensordecía todo
cualquier ruido, por muy fuerte que fuese el motor de los coches que
pasaran
raudos por la carretera.
En
un rincón, dando arcadas, una jovencita vaciaba su ser como las
nubes diluviaban en tiempos de tormenta. Fétido olor a mezcla de
alcohol y comidas fuertes para estómagos delicados.
-
¡Aaaaahhhh!-, suspiró, dejando en el aire un sentimiento de
desilusión y tristeza.
Siempre
había sentido un enorme respeto por la mujer, por lo que le habían
inculcado sobre su delicadeza, por saber mantenerse lejos de las
actitudes estúpidas del macho agresivo y depredador.
-
Si no bebes no eres hombre. Actitud que siempre le había repateado
los hígados. Desde cuando chiquito vió una y otra vez a su abuelo
tirarle los platos de sopa caliente a la cabeza de la abuela.
Ya
iba siendo tiempo de empezar a enseñar a beber , de disfrutar de la
bebida y saber controlarse. Ese soltarse el pelo de la mujer, de las
chicas jóvenes en nombre de una errática interpretación del
sentido de igualdad, le dolía en el alma. En su opinión, no se
daban cuenta de que caían en el mismo error que durante siglos había
cometido el macho.
Claro
que decir eso abiertamente era políticamente incorrecto y tendría
que conformarse con mirarlas, si no con desprecio, al menos con
compasión. Abrir la boca serviría para ser ametrallado con un
:”Nosotras también tenemos derecho”. No lo dudo, pensaba. Pero
ser estúpido o no estaba por encima de todos los derechos.
Pero
no era eso lo que más le apenaba. En los recodos de su alma, cada
vez que veía a una chica borracha perdida, no tenía otra palabra,
se removía la imagen de un viejo amor. De un amor que se fue sin
llegar a dar sus frutos, habiéndosele quedado clavado en el corazón
sin haber podido arrancárselo.
Cuando
los vientos del cambio se iban produciendo, cuando las jóvenes
compartían todos los aspectos de la vida social con el hombre, allá
en su ya lejana juventud, su amor levantaba demasiado el codo. A
pesar de todos los avisos y consejos terminó siendo una alcohólica
empedernida. Cuando se quiso dar cuenta, la cirrosis se había
apoderado de su cuerpo y ni con un gotero puesto las veinticuatro
horas del día hubo forma de poder recuperarla.
Se
fue. Se fue por una simple cabezonada femenina de competidora
absurda. A veces la había odiado, camino del olvido, pero se le
había metido tan hondo que sólo podría quitarse la espina en una
próxima reencarnación. No era prohibicionista, pero consideraba que
las cosas buenas de la vida no se solucionaban a base de paraisos
artificiales. La soledad del alma sólo se curaba encontrando otro
alma gemela, aunque su unión fuese imposible en esta vida.
CODA
POETICO ALCOHOLICA
La
luz se hace,
ilumina
las cerradas
habitaciones,
ilumina
los corazones.
En
el aire
olor
a vino rancio
expande
la
soledad resucitada.
¿Dónde
está?
Por
los pasillos,
por
las moquetas,
ríos
de alcohol
de
siglos corren.
Lo
que fue
ya
no es.
Desapareció
entre
tinieblas
de
alcohol.
Quiso
buscarla,
no
la encontró.
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