lunes, 20 de junio de 2016

DESPISTADOS

DESPISTADOS!

        Tuvo que salir por trabajo a otra provincia. Los jefes de su trabajo se encontraban a 400kms. de distancia. Aunque los medios de comunicación eran muy útiles para solucionar los problemas de trabajo, a veces era imprescindible el encuentro con las personas.
        Estaría casi una semana ausente, estarían  casi una semana sin verse, sin besarse, sin abrazarse, sin llegarse al fondo de la vida con la mirada y el cuerpo.
        Era duro, pero era inevitable. El salió de casa, ella le acompañó a la estación de autobuses. Estaba bastante cerca.
         Cuando él iba a subir al autobús, una lágrima común se desplomó por las mejillas. Sabían que volverían a verse en unos días, a hablarse por teléfono, pero aún y así era duro. Ella, superando todas las barreras que imponían la sociedad y la buena educación, se lanzó a sus brazos y lo besó con el mejor de los besos, digno del mundo del cine. Crearon un mundo propio. Nada existía alrededor. Tanto fue así que cuando separaron sus labios el público, espectante, soltó un sonoro aplauso.
        ¡Dios bendito! ¿Qué es esto? No era otra cosa que el aplauso que merecía la ruptura de las convenciones. Se separaron rojos  como dos tomates maduros. El se fue hacia el asiento, ella hacia el andén a esperar la salida del autobús.
        Cada uno por su lado , un peso en el corazón y una sonrisa en el semblante.
        Rulaba el autobús, ella caminaba alitriste hacia casa. Cuando llegó sintió el vacío del hogar. El lo llenaba todo. Ahora, ausente, hasta el aire era frío, a pesar de saber que sólo serían unos días.
        Cada cual se entregó a sus menesteres, y a la hora convenida telefoneaba él o telefoneaba ella.
        El volvería la noche del sábado de la semana siguiente, ya que por la mañana era cuando se ultimaban las cuestiones del trabajo.
        El lunes llamó él a la hora prevista y se contaron las nonadas que siempre se cuentan los que se quieren. Se sentían solos y tristes uno sin el otro. De noche la cama estaba fría.... Conversaciones de lo más normal, pero que no se le contaban a nadie..
        Fue a la mañana siguiente que ella le mandó un correo electrónico. Hoy no podré llamar y no llames tampoco, mi madre vendrá en ambulancia a ingresar en el hospital. Parece que la cosa es seria, espero que no pase nada, pero en el hospital con tal cantidad de máquinas puede ser que no entren las llamadas y además no sé como andaré, en última instancia algún mensaje. Aún y así no sé si podré responder, según como se desarrollen las cosas.
        Quedaron de acuerdo en ello. El le mandaba de vez en cuando algún mensaje, estoy con vosotras, un abrazo de calor etc. etc. Se nota tu presencia, incluso sonrío dentro de la preocupación, llegó a decir ella. Al menos la cosa parecía ir bien. Todo siguió de esta manera hasta el jueves.
        La madre, ya mejor, fue dada de alta y enviada a su casa en el pueblo. Con las precipitaciones, ella se olvidó el móvil y en el pueblo no había medio alguno de poder contastar con él. Son de esos días nefastos en que todo sale por la culata.
        El viernes fue a trabajar él y se habia olvidado de recargar su aparato. Cuando quiso llamar o mandar mensaje, cero patatero. ¡Ni modo! Angustia mútua. También cuando ella se dio cuenta de que no tenía modo de comunicarse entró en un estado insoportable, especialmente con respecto a su despiste. Al menos una cosa había buena, la madre iba cada vez mejor. A pesar de la edad la recuperación era maginífica.
Estuvieron así varios día, aunque él mandaba mensajes o llamaba no había forma de saber qué pasaba.
        Desde lo peor de lo peor, hasta , ah, despistada, te olvidaste, hasta una variada gama de situaciones pasaron por su cabeza.
        Y llegó el sábado. Ella sabía a que hora llegaba. Ella llegó veinte minutos antes y lo estuvo esperando en la estación de autobuses tomando un café. Cuando escuchó por los altavoces que llegaba el que lo traía a él, salió como en estampida hacia el andén. No podía estar tranquila, era toda un manojo de nervios. Lo vio bajar y las piernas empezaron a temblarle. El traía un rostro más relajado después de haber pasado unos día de angustia.

        Bajó y un toro salvaje lo atropelló. Se le tiró a los brazos con la desesperación de aquel que ve una tabla salvadora...... Perdón, perdón, perdón...... y le contó brevemente lo del teléfono....... El también le contó su despiste. Dos carcajadas resonaron en la estación de autobuses. ¡Despistados!........ El beso se prolongó durante varios minutos, al final, como a la ida, otra ovación los recibió. Afortunadamente todo había sido sólo un susto. 

domingo, 12 de junio de 2016

DESPISTADO EN EL MUSEO....

Acababa de leer un artículo de revista en el que el entrevistado aseguraba que la mejor cultura televisiva era aquella en la que la televisión estaba siempre apagada.
            Como queriendo llevar la contraria al intelectual de turno, llegó a casa, encendió el acondicionador de aire y se dispuso a preparar la comida.
            Había encendido la televisión, pero era un ruido de fondo que nada decía porque no le llegaba con claridad el contenido del programa hasta el lugar en que se encontraba.
            Terminó de prepararse la cena. Iba a cenar, a tomarse una cerveza y disfrutar de un programa cultural que le encantaba.
            Consideraba que la televisión, al fin y al cabo, era como todo. Dependía del uso que se hiciera de ella.
            Estaban presentando un museo, el Gran Museo de la Ciudad, especializado en esa larga época que enlazaba la Edad Media con la Contemporaneidad. El locutor preguntaba a una chica, vestida de verano, de yukata, azul, rameada, de algodón. Hacía bella a la muchacha que ya era bella de por sí. Lindamente maquillada y recogido el pelo en un moño no demasiado elevado.
            Las resonancias sensuales de su mirada, del peinado, de la figura moviéndose en la pantalla eran como para dejar turulato a cualquiera.
            De pronto dio un repingo en la silla. ¡Era ella! Sí, era la misma chica que le había guiado por el museo dándole tan estupendas explicaciones. Ahora lo entendía todo. Se había lindamente burlado de él. Había sido una burla simpática, por lo que no se lo tomó a mal. Al contrario. Le empezaron a fluir, mientras veía el programa, las imágenes de ese día. Ella no era nada más que una visitante como él en el museo.
            La canícula de verano se iba acercando. El calor era intenso, lo que unido a la humedad del tiempo de lluvía hacía que los días y las noches fueran poco menos que insoportables.
            La noche anterior había dormido poco. Se le ocurrió la idea, maldita, pensó en algún momento, de empezar a leer un libro cuyo título era “Una noche en el Museo del Prado”. El visitante del museo se había quedado dormido en un rincón y cuando se despertó ya estaba cerrado. Se dispuso a pasar la noche allí cuando las figuras de los cuadros empezaron a hablar entre ellas, de cuadro a cuadro, incluso salían de los mismos para darse un paseo por el museo.
            Ante tan singular espectáculo, el espectador pasó toda la noche en vela y el lector también. Al día siguiente tenía que levantarse con las gallinas. El sueño le hacía arrastrar los pies, pero no estaba el horno para bollos. Quedarse dormido podía significar tener que hacer más de un ayuno.
            Cumplió y se fue a trabajar. El tema de la clase del día era el clima y su influencia en la vida diaria: Alimentación, vestido, agricultura y un largo etc., del que muchas veces nadie era consciente.
            Tuvo que arrearse más de un pellizco para no quedarse dormido. Terminó a mediodía, comió algo y se fue camino del pluriempleo.
            El cansancio pudo con él. Se quedó dormido y se pasó de estación. Cuando despertó estaba en una estación en la que nunca había estado. Le sonaba por los luchadores de sumo y cosas así. Además sabía que por allí estaba el Museo de la Edad Media, o como se llamase.
            Bueno, pensó, no todo va a ser penar. Hoy el trabajo empieza más tarde. Esto puede servir para culturizarse.
            Bajó del metro, preguntó la dirección del museo y se dirigió hacia allí con todo el gusto del mundo. La amplitud del espacio, el olor a verde fresco, la fragancia del viento, no demasiado fuerte, pero con resonancias de tifón, hacían de la tarde una hora llena de buenas espectativas.
            Llegó a la taquilla y compró el billete. La exposición permanente estaba en la sexta planta. Una larga escalera tubular le llevaba hacia arriba. Algunos kimonos y yukatas jugaban a una especie de bolos medievales. Quedaban plenamente integrados en el paisaje.
            Conforme iba subiendo la escalera automática, las paredes iban mostrando figuras de antiguos cuadros, de antíguas épocas, con su belleza particular, con sus trajes peculiares, generalmente coloristas y agradables.
            Figuras que ya había visto en reproducciones de libros o en televisión. Kimonos de alta costura, veraniegas yukatas estampadas para todas las edades que equilibraban los cuerpos dejándolos en el misterio hasta que fueran descubiertos en el juego del amor cuando a cada cual le tocara.
            Tiempos pasados que ya no volverían pero que dejaban en el alma del visitante un cierto sabor nostálgico.
           La escalera llegó a su destino. El billete, como si de un metro se tratara, entraba por la máquina. Las anaranjadas azafatas agradecían la  visita.
            Cruzar la entrada y llegar al centro del puente, punto cero de la antigua ciudad y referencia de la nueva. Sorpresa de técnica y reproducción. Miniaturas que iban contando minuciosamente el correr histórico, cuatrocientos años, de la megalópolis, hoy uno de los conjuntos neurálgicos de la política y de la economía mundial.
            Barcos en el río, pinturas con la vida de la gente según el grupo social, imprentas, pintores al uso, costumbres, el parto y un largo etc.
            En una esquina la vio. Como dice la copla, estaba como sacada del cuadro. Parecía como si de alguna de las estampas de la entrada se hubiera escapado para ponerse delante de la sección que hablaba de las ropas tradicionales. Llevaba un libro en la mano. Pudo ver que estaba escrito en su idioma, por lo que se atrevió a preguntar si formaba parte del grupo de guías del museo. Ella, ni corta ni perezosa respondió que sí. ¿Podría usted guiarme? Con mucho gusto. Y empezó la visita.
                        Inexperto en cuestiones de vestimenta, no sabía si lo interesante era lo que le explicaba o la figura de la explicadora. Una yukata azul, rameada, al parecer no era estampada a máquina. Un complejo sistema de incrustación del dibujo formaba parte del vestido.... Lo que escuchaba se lo aplicaba a la ropa que ella vestía. El obi, rayado como si de la bandera de los indígenas andinos se tratara, resaltaba el tronco de la dama y el cordón que lo controlaba todo.
            Hay quién pudiera
            Deshacer el nudo
            De tu delantal...
decía la copla, lo mismo que el haiku antiguo. Al fin y al cabo deshacer el nudo llevaba a la mórbida belleza del desnudo, placer universal.
            Colgado de sus palabras pasaban salas y salas de las cuales no sabía con cuál quedarse. Todo nuevo y todo antiguo. Un nuevo conocimiento pero que enlazaba con algo que ya traía grabado en las células del corazón. ¿Había vivido aquel momento antes? Todo le era familiar y desconocido al mismo tiempo, y su guía le hacía el instante más agradable.    
            Sin embargo había algo que no encajaba en aquel cuadro. En el fondo de los ojos de la guía había como una burla, como un desenfado frente al curioso foráneo. La duda le asaltó a éste, pero ante el río de su sonrisa desapareció como por ensalmo. Cuando el perfume de las flores se esparce por el ámbito que nos rodea, nada ni nadie puede controlar su poder.
            Terminaron la visita por las salas de los 60 del siglo veinte.Ya una ciudad, un país, un mundo diferente. Nadie podría afirmar que mejor ni peor, pero sí diferente. Pero para él, viendo las estampas femeninas y masculinas que vagaban por aquel ambiente, no encontró ninguna de la que pudiera decirse que se hubiera escapado de una estampa, de un cuadro, de una escena de película. Hasta tal punto le parecía que su acompañante se adaptaba al espacio y al tiempo de lo expuesto.
            Desde luego sabían montar un ambiente como es debido en las muestras al público. Aquella gente se merecía su mayor respeto. El sentido del gusto, cuando estaba desarrollado, merecía un premio, lo mismo que lo merecía aquella acompañante.
            ¿Qué hacer? ¿Podía dar alguna cantidad como pago a sus servicios? De ninguna manera. El servicio era gratuito, pero como no quería desairarle, aceptaría con mucho gusto un té, era el país del té, en una cafetería que había en una planta más abajo.
            Al entrar en la cafetería, un blanco resplandeciente inundó la pupila del visitante. Los clientes miraron a la pareja. Al parecer no era normal ver figuras, especialmente la de ella, así en aquellos tiempos.
            Pidieron, ironías de la modernidad, un café, y con una cristalera que daba a un patio-plaza interior lleno de verdor, continuaron su conversación. Sus lugares de nacimiento, sus quehaceres, sus gustos , y entre sus gustos, a ella le gustaba escribir poesía. Le leyó una que no recordaba muy bien qué decía, pero que le había quedado en la mente más o menos así:
           
            CANCION ENLAZADA
Con el tiempo que se va acumulando
Alrededor
El sentimiento del Amor.
Se funde en su profundidad
Con el paso de los meses, de los años,
El Amor que se dice.
Con el peso del Amor
Sobre los pechos
Salen alas al mundo del sentimiento
Queda su realidad
Y vuelve a su principio.
Enlazado Amor
Mudo para la eternidad.

            Dicho con un brillo especial en lo más profundo del corazón, saliendo por los ojos, fue el mejor instante de la tarde. ¡Quién fuera el afortunado al que iba dirigida aquella misiva!
            A veces el mundo, sentía, estaba muy mal distribuido. Sintió que si era verdad lo de los flechazos, en ese instante la flecha de Cupido se estaba introduciendo incruenta, pero implacable,en lo más profundo de su alma.      
            Ella, le dijo, estaba allí todos los días. Podía visitarla cuando quisiera y siempre le guiaría con mucho gusto. Con la miel en los labios de aquella frase, se despidió de la muchacha en yukata salida de un cuadro antiguo. Iba tan despistado que no se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre.
            Terminó sus obligaciones de la tarde y volvió a casa. Puso el acondicionador de aire, puso la televisión y,cuando iba a comerse la hermosa hamburguesa con ensalada que se había preparado,la vio. Sí, era ella, y no era guía del museo, era una visitante a la que le pedían su opinión sobre lo que había visto en el mismo.
           Se pellizcó en la cara. Ahora entendía la sonrisa burlona de sus ojos, de la comisura de los labios. Se había burlado alegremente de su despiste. Las azafatas iban de color naranja...
            Como una revelación, se acordó del libro que leyera la noche anterior. Si los personajes de los cuadros salían a pasear por los pasillos del Prado, bien pudiera ser que las personas que aparecían en la pequeña pantalla pudieran salir a dar una vuelta del brazo de aquel teleespectador que las sacara de su cárcel.
            Dio unos golpes en la pantalla. Entrevistador y entrevistada quedaron parados.
            ¿Sí? ¿Puede salir la señorita? Quiero hablar con ella, dijo con voz firme. Espere un momento que terminamos con la entrevista. Después dé al botón de “volver” del zapeador y ella estará con usted en unos instantes.
            Hizo lo que le habían dicho y dos minutos más tarde ella salía sin dificultad de la pequeña pantalla.
           ¡Ah, es usted! Vaya, vaya, mentirosilla. Y yo creyéndote azafata. Bueno esa fue la única mentira. Lo demás era completamente cierto. Ya, ya. Bueno, ha sido una broma simpática. Sólo me gustaría saber por qué. Bueno, me pareciste, disculpa pero te voy a hablar de tú. No hay ningún problema. Me pareciste simpático y además era una oportunidad para hablar tu lengua. Pues sí que lo has hecho bien. Me disponía a comer, ¿quieres? Sí, tengo un hambre canina. Espera unos minutos y te preparo una hamburguesa como ésta. Pero antes pongámonos en ambiente.
            Puso música, dejó la luz indirecta imprescindible, reguló la temperatura del aire y se fue a la cocina a preparar otra hamburguesa. Cinco minutos después comían alegremente uno frente al otro. Ambos se relamían de placer. ¡Qué cosa más rica! Fue cuando ya estaban terminando que ella se dio cuenta. Sobre el obi le había caido una mancha de salsa.
            ¡Ah!, puso el grito en el cielo. Con un papel de tisú mojado en agua intentó hacer desaparecer la mancha.
            ¿Qué hago? ¿Qué hago? ¡Es cada vez más grande! La mancha roja de tomate se extendía y se extendía. Pasó del obi al vestido azul. Pasó de azul a rojo, todo doradito como hamburguesa apetitosa.
            En unos segundos, lo que había sido una hermosa princesa salida de un cuadro antiguo, quedó convertida en una hamburguesa que gritaba “Comemé”. Hambriento como estaba, no lo dudó. Le clavó el tenedor, ternísima, le clavó el cuchillo, fácil de cortar, y se llevó el primer trozo a la boca.
            Cuando se estaba relamiendo con tan rico sabor, sonó el asesino de los sueños... Eran las siete de la mañana.


.... A LA RICA HAMBURGUESA...

miércoles, 1 de junio de 2016

EL VIEJO Y LOS NIÑOS


A LA ATENCION DE D. LUIS ALVAREZ SILVA
(EDITOR EN JEFE)
IPC , JAPAN


EL VIEJO Y LOS NIÑOS

                          El viejo era un hombre de unos setenta años. El pelo blanco y un bigote frondoso y bien recortado. En una habitación blanca, solitaria, se entretenía delante de una pantalla grande, formada por una de las paredes de la habitación. Allí leía, en extraños signos, las noticias del día.
                          Se abrió la puerta y unos cuantos chiquillos aparecieron, corriendo y alborotando.
                          - ¡Abuelo, abuelo! Aquí estamos, cuéntanos un cuento.
                          - ¿Un cuento? ¿Qué tipo de cuento quereís que os narre?
                          - Un cuento de los de antes, de los que te contaba tu abuelo cuando eras niño.
                          - De acuerdo, sentaros por ahí-. Se sentaron haciendo corro alrededor del viejo.
                          - Hace mucho tiempo- comenzó el abuelo-, en un país donde había muchos árboles....
                          - ¿Arboles? ¿Qué es eso? - interrumpió un rubiales, pequeñajo y gracioso.
                          - Eso..., pues... ¿Cómo podría explicártelo?-. Susurró el viejo mientras su corazón fruncía el ceño, retorcido de dolor. “Esa pregunta refleja muy bien su pobre situación actual”. Pensó el viejo. “¿En qué hemos convertido la vida?”- Pues eso era una cosa que salía de la tierra- continuó el hombre con gestos lo suficientemente  expresivos como para que lo entendieran-, ...y arriba tenía hojas verdes que...
                          -Abuelo, ese cuento parece muy aburrido. Cuéntanos otro, por favor- dijo una morenita simpática.
                          - Bien, veamos. Erase una vez un viejo y una vieja que no tenían hijos. Un día el viejo fue al bosque, cortó la rama de un árbol que necesitaba para hacerse un bastón y nació una preciosa niña...
                          - ¿Qué? ¡Una niña saliendo de la rama de un árbol! ¡Qué tontería! Los niños nunca salen de esas cosas tan raras. Se hacen en el laboratorio, en la probeta, con espermatozooides masculinos y óvulos femeninos. No, no, abuelo, ese cuento es mentira y muy aburrido. Cuéntanos otro...- insistió el mayor de los muchachos que tendría unos diez años.
                          El viejo forzó una sonrisa mientras sentía que la tristeza se le apoderaba del alma. El pobre hombre intentó mantener la sonrisa mientras miraba angustiado la cara de los niños. Con todo preguntó:
                          - Decidme, ¿qué tipo de cuento quereis que os cuente?
                          El más pequeño, con voz balbuceante, pero con tono firme, contestó:
                          - Queremos que nos cuentes alguna historia donde haya robots, rayos láser,bombas de neutrones, guerreros fuertes, computadoras...
                          - Sí, sí- asintieron todos al unísono.
                          El viejo, mientras contaba la historia que le habían pedido, pensaba en su niñez, en aquella época ingénua en la que comprar un libro era difícil, en la que la televisión era una cosa rara y en la que él aún creía que en la Luna había un conejito o un leñador y a los niños, cuando nacían, los traía un pájaro grandote en el pico.
                          Así, ingenuamente, había ido creciendo, había ido formándose una idea del mundo, descubriéndolo y ensanchándolo cada vez más. Los niños de ahora eran distintos, los tiempos eran distintos, el paisaje era distinto. No había árboles, ni ríos, ni se veía el Sol al levantarse. Las ciudades estaban hechas bajo tierra porque la contaminación, la radiación dejada por antiguos bombardeos aún era muy fuerte. No era necesario andar para llegar a los sitios, todo estaba automatizado y controlado por extaños artilúgios que él no comprendía. No quería pensar que lo de antes era mejor, no quería ponerse nostálgico, pero las cosas habían cambiado.
                          - ¡Qué bonito es ese cuento! Gracias, abuelo-, dijeron los chavales echando a correr.
                          El viejo miró la pared blanca. suspiró profundamente y... se fue. Los tiempos habían cambiado.

                          POSTDATA.- Escrito en 1982 y retocado para la ocasión, tiene una actualidad que aterroriza.



                                     ANTONIO DUQUE LARA