Rey
es el amor,
Y el
dinero, Emperador.
(Refrán
castellano)
Las
ranas siempre protestaban. Querían, pedían, exigían dulzura, buen
trato, ayuda, actitud positiva hacia ellas por parte de los sapos.
Los sapos, según las ranas, eran brutos, fríos, distantes,
orgullosos. No las escuchaban. Cuando había dos o tres ranas
croando, se marchaban... Eran sordos a las súplicas de las pobres
ranas.
Un
día entró en una ranería. Estaba cansado de trabajar y quería
solazarse un poco. Pidió un vaso de ranito sin azúcar y se dispuso
a tomárselo mientras su mente intentaba alejar de si todo lo que
fuera mal sabor de boca o malas ideas.
A
su lado dos ranitas. Ya no eran renacuajas, pero se conservaban bien,
aunque no llamaran especialmente la atención.
Los
aires de la conversación de las ranas le entraban por el oeste. Era
difícil hacer oidos sordos cuando la voz subía y bajaba
contínuamente. Parecía una confesión en toda regla de la ranita
mayor a la menor, pero en su la forma de hablar era como si quisiera
la confesadora que todo el mundo se enterara. La escuchadora tenía
cara de bobalicona, pero le llevaba bien la corriente.
-
Ya con treinta y tantos castañazos lo que hay que pensar es en
asentar la ranura. Pero tiene que ser con un sapo al que se le pueda
respetar, porque a uno que no se pueda respetar, ni en pintura. Pero
eso sí, tiene que ser amable conmigo y dejarme hacer lo que yo
quiera. No importa tanto su figura, si pesa un kilo o dos de más.
Pero debe tener una buena posición y si tiene posibilidades de
ascender, mejor que mejor. Así, si yo decido dejar de trabajar,
puedo hacerlo. De lo contrario, no. Un sapito que sólo trabaja
temporalmente, ni hablar. En ese caso una tiene que trabajar, pero
eso, te lo juro por mi ranura, si la quiere, que me alimente.
-
¿Y te gustaría vivir con sus padres?
-
¿Pero tú estás giliranada, chica? Ni hablar del peluquín. Ellos
allí y nosotros aquí. Y la casa tiene que ser grande, no esos
cuchitriles en los que hasta ahora he vivido. No, no y no. Y además
con troncorano para cuando
salgamos
juntos poder presumir una, que ya tiene una bastante con ser rana. No
en esos trenes arrempujaos que te tocan los sapos lo que quieren y no
puedes ni pegarle un sopapo en la cara. No, con coche a la última
moda.
El
sapo de nuestra historia se fijó en la cara de la bobalicona. Una
cara que podía expresar mil cosas al mismo tiempo. Tú habla, que
mientras me pagues lo que tome, te escucho. Será zafia esta
escuchimizá, pero de qué está hablando con los tiempos que
corren....
Nuestro
sapo veía luciérnagas en la noche, creía estar alucinando. En otra
mesa, frente a él, otro sapo leía el sapódrico. Levantó la cabeza
y sus ojos se encontraron. Hicieron un movimiento de cabeza en señal
de decir que sí estaban escuchando, que les estaba impresionando la
conversación.
A
los sapos, durante siglos, les habían inculcado que las ranas eran
suaves, dulces, amables y un sin fin de adjetivos que les habían
frenado en sus acciones frente a ellas. Los que no cumplían con esa
etiqueta no entraban dentro de la categoría de caballeros sapo.
Quizás aquella rana era una excepción, pero puestos a ser
sapilantes, estaba claro que las ranas podían llegar a un punto en
el que no había retorno. Desde luego aquella rana había salido
idem.
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