viernes, 12 de octubre de 2018

SALIERON RANA


Rey es el amor,
Y el dinero, Emperador.
(Refrán castellano)

Las ranas siempre protestaban. Querían, pedían, exigían dulzura, buen trato, ayuda, actitud positiva hacia ellas por parte de los sapos. Los sapos, según las ranas, eran brutos, fríos, distantes, orgullosos. No las escuchaban. Cuando había dos o tres ranas croando, se marchaban... Eran sordos a las súplicas de las pobres ranas.
Un día entró en una ranería. Estaba cansado de trabajar y quería solazarse un poco. Pidió un vaso de ranito sin azúcar y se dispuso a tomárselo mientras su mente intentaba alejar de si todo lo que fuera mal sabor de boca o malas ideas.
A su lado dos ranitas. Ya no eran renacuajas, pero se conservaban bien, aunque no llamaran especialmente la atención.
Los aires de la conversación de las ranas le entraban por el oeste. Era difícil hacer oidos sordos cuando la voz subía y bajaba contínuamente. Parecía una confesión en toda regla de la ranita mayor a la menor, pero en su la forma de hablar era como si quisiera la confesadora que todo el mundo se enterara. La escuchadora tenía cara de bobalicona, pero le llevaba bien la corriente.
- Ya con treinta y tantos castañazos lo que hay que pensar es en asentar la ranura. Pero tiene que ser con un sapo al que se le pueda respetar, porque a uno que no se pueda respetar, ni en pintura. Pero eso sí, tiene que ser amable conmigo y dejarme hacer lo que yo quiera. No importa tanto su figura, si pesa un kilo o dos de más. Pero debe tener una buena posición y si tiene posibilidades de ascender, mejor que mejor. Así, si yo decido dejar de trabajar, puedo hacerlo. De lo contrario, no. Un sapito que sólo trabaja temporalmente, ni hablar. En ese caso una tiene que trabajar, pero eso, te lo juro por mi ranura, si la quiere, que me alimente.
- ¿Y te gustaría vivir con sus padres?
- ¿Pero tú estás giliranada, chica? Ni hablar del peluquín. Ellos allí y nosotros aquí. Y la casa tiene que ser grande, no esos cuchitriles en los que hasta ahora he vivido. No, no y no. Y además con troncorano para cuando
salgamos juntos poder presumir una, que ya tiene una bastante con ser rana. No en esos trenes arrempujaos que te tocan los sapos lo que quieren y no puedes ni pegarle un sopapo en la cara. No, con coche a la última moda.
El sapo de nuestra historia se fijó en la cara de la bobalicona. Una cara que podía expresar mil cosas al mismo tiempo. Tú habla, que mientras me pagues lo que tome, te escucho. Será zafia esta escuchimizá, pero de qué está hablando con los tiempos que corren....
Nuestro sapo veía luciérnagas en la noche, creía estar alucinando. En otra mesa, frente a él, otro sapo leía el sapódrico. Levantó la cabeza y sus ojos se encontraron. Hicieron un movimiento de cabeza en señal de decir que sí estaban escuchando, que les estaba impresionando la conversación.
A los sapos, durante siglos, les habían inculcado que las ranas eran suaves, dulces, amables y un sin fin de adjetivos que les habían frenado en sus acciones frente a ellas. Los que no cumplían con esa etiqueta no entraban dentro de la categoría de caballeros sapo. Quizás aquella rana era una excepción, pero puestos a ser sapilantes, estaba claro que las ranas podían llegar a un punto en el que no había retorno. Desde luego aquella rana había salido idem.

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