domingo, 2 de septiembre de 2018

MILITARISMO


Le gustaba el café. Iba de vez en cuando a aquella cafetería-tienda porque el café doble era auténtico, era de los que dejaban manchada la taza. Se vendía café en grano y también se podía tomar allí mismo.
La tienda estaba situada en el primer sótano de unos grandes almacenes. Desde su descubrimiento, de vez en cuando, camino del trabajo, se acercaba para calentar motores y ponerse a tono.
Siempre había bullicio alrededor. Bullicio de vendedores pregonando las mercancías, de clientes preguntando calidades o precios, o también de mamás gritando a los niños que pululaban de tanto en cuanto por los sótanos del edificio acompañando a sus progenitores.
Aquel día, mientras paseaba, se acercó a la cafetería – tienda. Quería entonar un estado de cuerpo un tanto alicaido por el calor y la fatiga.
Había varios clientes, la mayoría hombres provectos, y alguna señora que rellenaba unos de esos papeles que se ponen en el paquete cuando se manda de un lugar a otro. Dirección, número de teléfono y demás. Al parecer había comprado algunos paquetes de café que quería mandar a su casa, no era de la zona, había pasado por allí de manera casual.
El encargado de atenderla era un veintiañero, seguramente de trabajo temporal, pensó, aunque nada se podía asegurar. Se notaba nuevo. Eran tantos los detalles a los que debía atender que no daba pie con bola. Los clientes parecían observar con simpatía. Era como si estuvieran recordando cuando ellos habían hecho exactamente lo mismo.
La ¿dueña, administradora, encargada? de la cafetería era una buena moza, de muy bien ver, de cara y cuerpo delgado pero que denotaban belleza y elegancia.
El hombre observaba cómo ordenaba al chico. Era una orden nerviosa. Ciertamente, cumplir con el cliente, es una obligación, pero las obligaciones las cumplen las personas. De un lado al otro del mostrador movía las manos indicando al chico lo que tenía que hacer. Era tan rápido que incluso el hombre que miraba no podía entender qué era lo preferente, qué era lo más importante. No había tranquilidad en la palabra, lo que hacía, se veía claro, que el chico se enredara. Ahora esto, después aquello y lo de más allá.
Tal vez, desde el punto de vista del ordenador, del que manda, no ver la orden cumplida al instante era para ponerse de los nervios. Pero, consideraba el hombre, si ella tenía que “educar” a aquel recién entrado, no parecía la mejor manera de enseñarle esa excitación de la palabra. Parecía que estaba dando a los botones de un computador que responde rápidamente, cuando, no hace falta ser Dios para saberlo, ni el computador más perfecto actúa con tanta rapidez.
El hombre se preguntaba si el chico tendría capacidad para entender o si es que las explicaciones que aquella guisa dadas eran poco menos que incomprensibles. Se remitía a su propia experiencia. ¿Cuántas veces le habán gritado cuando el que daba la orden había dicho lo contrario de lo que quería decir o simplemente no lo había dicho? ¿Había que ser adivino o ser el meapilas que siempre va detrás del superior para satisfacerle los más mínimos detalles?
Se decía que en el país la gente se entendía sin hablar. No parecía sino una más de esas imágenes mentales positivas que cada pueblo parece tener de sí mísmo pero que suelen fallar por la base más elemental. ¿Cómo se puede entender lo que se escucha por primera vez? ¿No sería un estado sicológico de fuerza, de poder, en el que el escuchaba debía reaccionar rápidamente, lo mismo que ocurre con los militares? Estas personas tienen la tendencia a degradar a los subordinados, tratándolos de estúpidos, imbéciles, retrasados mentales, bestias, burros y demás lindeces. Esos burros, con perdón para los equinos, son los salvadores de la patria.
La chica parecía actuar, tras aquella semblanza, tras aquella sonrisa, había que reconocérsela, manu militari. Hasta que le soltó un “imbécil” que fue escuchado por todos los clientes.
Risa dando la razón a ella. Risa condoliéndose del jóven. Risa forzada de reprobación.... Criticar ante el cliente a un trabajador, pensó él hombre, no era precisamente la mejor forma de ser amable, la mejor forma de educar.
Se las habían presentado como dulces, amables, soportadoras de muchas cosas frentre al hombre bruto y de piñón fijo. Pero iba descubriendo que aquella era una más de aquellas figuraciones que la gente se hacía sobre sí misma.
Se acordaba de la obra de teatro titulada La Fundación. Se presentaba un lugar parecido a un centro de descanso y recreo, para pasarlo bien pero terminaba siendo una cárcel. Todo era apariencia. Aquella era la situación el la que se encontraba en la visión de muchas féminas.
Se las habían presentado como amables, hacendosas, cálidas, pero iba descubriendo que en muchas ocasiones la palabra era un cuchillo, la hacendosidad era boquilla, la calidez debería ser en el baño caliente, porque la frialdad sicológica y a veces de otro calibre era de lo más abundante.
Tras una apariendia de igualdad y liberación, en realidad lo que parecían recuas de mulas que sólo buscaban quien las alimentara. Lo único que sabían era exigir el amor que ellas mismas no sabían dar.... La mente se le disparó al escuchar aquel “imbécil” dirigido al chico.
Estuvo a punto de preguntarle si tenía su casa en orden, porque, de no ser así, no tenía derecho, por muy subordinado que fuera, a insultar a un trabajador ante el público.
Los hombre, en la sociedad, eran tratados como seres poco refinados, pero, en el otro lado del espectro, el militarismo mental también hacía de las suyas.
Aquella noche que se puso a escribir la historia para mandarla a sus amigos, las noticias de TV. habían dicho que un bestia había golpeado a su hija de un mes y estaba medio muerta en el hospital. Lo cierto era que desde hacía unos años no eran pocas las madres que habían terminado matando a los hijos que ellas mismas habían parido.
¿Bestias o mentira mental, una más de las que pueblan este antro llamado sociedad?

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