Le
gustaba el café. Iba de vez en cuando a aquella cafetería-tienda
porque el café doble era auténtico, era de los que dejaban manchada
la taza. Se vendía café en grano y también se podía tomar allí
mismo.
La
tienda estaba situada en el primer sótano de unos grandes almacenes.
Desde su descubrimiento, de vez en cuando, camino del trabajo, se
acercaba para calentar motores y ponerse a tono.
Siempre
había bullicio alrededor. Bullicio de vendedores pregonando las
mercancías, de clientes preguntando calidades o precios, o también
de mamás gritando a los niños que pululaban de tanto en cuanto por
los sótanos del edificio acompañando a sus progenitores.
Aquel
día, mientras paseaba, se acercó a la cafetería – tienda. Quería
entonar un estado de cuerpo un tanto alicaido por el calor y la
fatiga.
Había
varios clientes, la mayoría hombres provectos, y alguna señora que
rellenaba unos de esos papeles que se ponen en el paquete cuando se
manda de un lugar a otro. Dirección, número de teléfono y demás.
Al parecer había comprado algunos paquetes de café que quería
mandar a su casa, no era de la zona, había pasado por allí de
manera casual.
El
encargado de atenderla era un veintiañero, seguramente de trabajo
temporal, pensó, aunque nada se podía asegurar. Se notaba nuevo.
Eran tantos los detalles a los que debía atender que no daba pie con
bola. Los clientes parecían observar con simpatía. Era como si
estuvieran recordando cuando ellos habían hecho exactamente lo
mismo.
La
¿dueña, administradora, encargada? de la cafetería era una buena
moza, de muy bien ver, de cara y cuerpo delgado pero que denotaban
belleza y elegancia.
El
hombre observaba cómo ordenaba al chico. Era una orden nerviosa.
Ciertamente, cumplir con el cliente, es una obligación, pero las
obligaciones las cumplen las personas. De un lado al otro del
mostrador movía las manos indicando al chico lo que tenía que
hacer. Era tan rápido que incluso el hombre que miraba no podía
entender qué era lo preferente, qué era lo más importante. No
había tranquilidad en la palabra, lo que hacía, se veía claro, que
el chico se enredara. Ahora esto, después aquello y lo de más allá.
Tal
vez, desde el punto de vista del ordenador, del que manda, no ver la
orden cumplida al instante era para ponerse de los nervios. Pero,
consideraba el hombre, si ella tenía que “educar” a aquel recién
entrado, no parecía la mejor manera de enseñarle esa excitación de
la palabra. Parecía que estaba dando a los botones de un computador
que responde rápidamente, cuando, no hace falta ser Dios para
saberlo, ni el computador más perfecto actúa con tanta rapidez.
El
hombre se preguntaba si el chico tendría capacidad para entender o
si es que las explicaciones que aquella guisa dadas eran poco menos
que incomprensibles. Se remitía a su propia experiencia. ¿Cuántas
veces le habán gritado cuando el que daba la orden había dicho lo
contrario de lo que quería decir o simplemente no lo había dicho?
¿Había que ser adivino o ser el meapilas que siempre va detrás del
superior para satisfacerle los más mínimos detalles?
Se
decía que en el país la gente se entendía sin hablar. No parecía
sino una más de esas imágenes mentales positivas que cada pueblo
parece tener de sí mísmo pero que suelen fallar por la base más
elemental. ¿Cómo se puede entender lo que se escucha por primera
vez? ¿No sería un estado sicológico de fuerza, de poder, en el que
el escuchaba debía reaccionar rápidamente, lo mismo que ocurre con
los militares? Estas personas tienen la tendencia a degradar a los
subordinados, tratándolos de estúpidos, imbéciles, retrasados
mentales, bestias, burros y demás lindeces. Esos burros, con perdón
para los equinos, son los salvadores de la patria.
La
chica parecía actuar, tras aquella semblanza, tras aquella sonrisa,
había que reconocérsela, manu
militari.
Hasta que le soltó un “imbécil” que fue escuchado por todos los
clientes.
Risa
dando la razón a ella. Risa condoliéndose del jóven. Risa forzada
de reprobación.... Criticar ante el cliente a un trabajador, pensó
él hombre, no era precisamente la mejor forma de ser amable, la
mejor forma de educar.
Se
las habían presentado como dulces, amables, soportadoras de muchas
cosas frentre al hombre bruto y de piñón fijo. Pero iba
descubriendo que aquella era una más de aquellas figuraciones que la
gente se hacía sobre sí misma.
Se
acordaba de la obra de teatro titulada La Fundación. Se presentaba
un lugar parecido a un centro de descanso y recreo, para pasarlo bien
pero terminaba siendo una cárcel. Todo era apariencia. Aquella era
la situación el la que se encontraba en la visión de muchas
féminas.
Se
las habían presentado como amables, hacendosas, cálidas, pero iba
descubriendo que en muchas ocasiones la palabra era un cuchillo, la
hacendosidad era boquilla, la calidez debería ser en el baño
caliente, porque la frialdad sicológica y a veces de otro calibre
era de lo más abundante.
Tras
una apariendia de igualdad y liberación, en realidad lo que parecían
recuas de mulas que sólo buscaban quien las alimentara. Lo único
que sabían era exigir el amor que ellas mismas no sabían dar.... La
mente se le disparó al escuchar aquel “imbécil” dirigido al
chico.
Estuvo
a punto de preguntarle si tenía su casa en orden, porque, de no ser
así, no tenía derecho, por muy subordinado que fuera, a insultar a
un trabajador ante el público.
Los
hombre, en la sociedad, eran tratados como seres poco refinados,
pero, en el otro lado del espectro, el militarismo mental también
hacía de las suyas.
Aquella
noche que se puso a escribir la historia para mandarla a sus amigos,
las noticias de TV. habían dicho que un bestia había golpeado a su
hija de un mes y estaba medio muerta en el hospital. Lo cierto era
que desde hacía unos años no eran pocas las madres que habían
terminado matando a los hijos que ellas mismas habían parido.
¿Bestias
o mentira mental, una más de las que pueblan este antro llamado
sociedad?
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