viernes, 2 de marzo de 2018

DIECIOCHO AÑOS

DIECIOCHO AÑOS

Tenía dieciocho años, una edad en la que la persona, siendo adulta, aún está en la infantilidad. Una edad en la que se sufre sin saber por qué, aunque la única causa es la inseguridad, el miedo al fracaso, el miedo al ridículo. Una edad en la que el corazón aún es bastante puro y sincero y sin embargo tiene que aprender las mentiras sociales, tiene que aprender a representar en la sociedad. Y eso no lo podía soportar. Era demasiado para él.
La madre tenía cuarenta y cinco años. Llevaba quince divorciada. Había obtenido del padre una gran cantidad de dinero que le había permitido criar al hijo sin demasiados problemas económicos. No había tenido que trabajar.
Al padre no le había importado quitarse de encima a aquel pendejo, pura faz, pura mentira, pura faz de la mentira social. Pero aparentemente él era el malo ya que ella descubrió que tenía un amor encubierto, una mujer que le hacía feliz, que sin servilismos, que con sus defectos y sus virtudes se mostraba en todos sitios igual.
La madre del chico era sucia, perezosa, no sabía cocinar, todo lo hacía mal. Tenía los rincones llenos de ropa sin lavar desde hacía tiempo, pero predicaba limpieza, predicaba, especialmente en público, cómo debía estar él, cual debiera ser su pelo, los colores de la ropa. Lo abrumaba cuando se veían con alguien diciendo cómo debería de sentarse, diciendo cómo debería masticar, diciendo cómo no debía hacer ruido
Ponte derecho, coge bien los palillos, suenate la nariz sin ruido. No estornudes, no bebas cocacola, bebe té verde. ¿Cómo te atreves a peinarte así? ¿Quién te ha dado permiso para teñirte el pelo de rubio.
Un día y otro, y otro, y otro..... Era la mujer que veía el polvo en el ojo ajeno peno no veía la gran columna en el propio. El perro del hortelano....
Nadie venía a su casa, y cuando venía alguien escondía toda la suciedad en los armarios. Todo aparentaba estar arreglado , pero el chico sabía que era mentira.
Un día que vino una compañera de Instituto a su casa a recoger unos libros, lo puso de vuelta y media, lo puso en ridículo delante de la muchacha. Dijo una de esas cosas que aparentemente no tienen importancia: ¡Ay, Dios mío, por qué tendría yo este hijo! Hija mía, nunca te cases, y si te casas no tengas hijos. Los hombres son un desastre.
La muchacha intentó sonreir forzadamente y mintió criticando a su hermano y a su padre, más para no pelear con la mujer que como realidad fehaciente.
Cuando los chicos salieron a la calle, sólo una palabra: Pobrecito, con una madre así no me extraña tu pesimismo. Ella había comprendido.
Aquella noche, al volver del Instituto, el muchacho traía un bate de básebol. La madre estaba furiosa intentando hacer una comida que nunca había hecho. El se acercó por detrás. La madre se dió la vuelta y de pronto se vió recibiendo un golpe de bate en plena frente. A los diez minutos estaba muerta.
El muchacho se cambió de ropa, se fue al puesto de policía y confesó lo que había hecho.
Inevitablemente pasó por el reformatorio. Su padre, llamado a declarar, la chica, las amigas de la madre, todos declararon en contra de ella.
Aunque socialmente fuera necesaria una cierta máscara, la diferencia entre la boca de la madre y sus acciones era tan grande que a nadie había extrañado lo que el chico había hecho. Más de una persona lo había presentido.
Esas declaraciones ayudaron a que el muchacho a los dos años ya estuviera en la calle. Se prometió con la amiga que había ido a su casa y ahora eran felices.
Se comunicaban, intentaban hacerlo todo en común y si había errores no se lo reprochaban. Errar es humano pero imponer lo que uno mismo no cumple es dictatorial.

La madre criaba malvas en el cementerio y nadie se acordaba de ella.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario