DIECIOCHO AÑOS
Tenía
dieciocho años, una edad en la que la persona, siendo adulta, aún
está en la infantilidad. Una edad en la que se sufre sin saber por
qué, aunque la única causa es la inseguridad, el miedo al fracaso,
el miedo al ridículo. Una edad en la que el corazón aún es
bastante puro y sincero y sin embargo tiene que aprender las mentiras
sociales, tiene que aprender a representar en la sociedad. Y eso no
lo podía soportar. Era demasiado para él.
La
madre tenía cuarenta y cinco años. Llevaba quince divorciada. Había
obtenido del padre una gran cantidad de dinero que le había
permitido criar al hijo sin demasiados problemas económicos. No
había tenido que trabajar.
Al
padre no le había importado quitarse de encima a aquel pendejo, pura
faz, pura mentira, pura faz de la mentira social. Pero aparentemente
él era el malo ya que ella descubrió que tenía un amor encubierto,
una mujer que le hacía feliz, que sin servilismos, que con sus
defectos y sus virtudes se mostraba en todos sitios igual.
La
madre del chico era sucia, perezosa, no sabía cocinar, todo lo hacía
mal. Tenía los rincones llenos de ropa sin lavar desde hacía
tiempo, pero predicaba limpieza, predicaba, especialmente en público,
cómo debía estar él, cual debiera ser su pelo, los colores de la
ropa. Lo abrumaba cuando se veían con alguien diciendo cómo debería
de sentarse, diciendo cómo debería masticar, diciendo cómo no
debía hacer ruido
Ponte
derecho, coge bien los palillos, suenate la nariz sin ruido. No
estornudes, no bebas cocacola, bebe té verde. ¿Cómo te atreves a
peinarte así? ¿Quién te ha dado permiso para teñirte el pelo de
rubio.
Un
día y otro, y otro, y otro..... Era la mujer que veía el polvo en
el ojo ajeno peno no veía la gran columna en el propio. El perro del
hortelano....
Nadie
venía a su casa, y cuando venía alguien escondía toda la suciedad
en los armarios. Todo aparentaba estar arreglado , pero el chico
sabía que era mentira.
Un
día que vino una compañera de Instituto a su casa a recoger unos
libros, lo puso de vuelta y media, lo puso en ridículo delante de la
muchacha. Dijo una de esas cosas que aparentemente no tienen
importancia: ¡Ay, Dios mío, por qué tendría yo este hijo! Hija
mía, nunca te cases, y si te casas no tengas hijos. Los hombres son
un desastre.
La
muchacha intentó sonreir forzadamente y mintió criticando a su
hermano y a su padre, más para no pelear con la mujer que como
realidad fehaciente.
Cuando
los chicos salieron a la calle, sólo una palabra: Pobrecito, con una
madre así no me extraña tu pesimismo. Ella había comprendido.
Aquella
noche, al volver del Instituto, el muchacho traía un bate de
básebol. La madre estaba furiosa intentando hacer una comida que
nunca había hecho. El se acercó por detrás. La madre se dió la
vuelta y de pronto se vió recibiendo un golpe de bate en plena
frente. A los diez minutos estaba muerta.
El
muchacho se cambió de ropa, se fue al puesto de policía y confesó
lo que había hecho.
Inevitablemente
pasó por el reformatorio. Su padre, llamado a declarar, la chica,
las amigas de la madre, todos declararon en contra de ella.
Aunque
socialmente fuera necesaria una cierta máscara, la diferencia entre
la boca de la madre y sus acciones era tan grande que a nadie había
extrañado lo que el chico había hecho. Más de una persona lo había
presentido.
Esas
declaraciones ayudaron a que el muchacho a los dos años ya estuviera
en la calle. Se prometió con la amiga que había ido a su casa y
ahora eran felices.
Se
comunicaban, intentaban hacerlo todo en común y si había errores no
se lo reprochaban. Errar es humano pero imponer lo que uno mismo no
cumple es dictatorial.
La
madre criaba malvas en el cementerio y nadie se acordaba de ella.
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