Después
de un tiempo de trabajo fuera del ambiente habitual, había decidido
tomarse un par de días de descanso, antes de incorporarse al
bullicio de la gran ciudad.
Le
habían hablado de un lugar bello, hermoso, junto a un lago, hacia el
norte del país. Buscó en guías de teléfonos, internet y demás
medios disponibles en la vida actual y encontró un aposento para un
par de días.
El
trabajo había terminado a media tarde. Tomó un taxi y rápidamente
se dirigió a coger un tren de alta velocidad, cortador del viento,
transportador de cuerpos, condonador de disfrutes paisajísticos.
La
noche se fue haciendo. El verano había terminado sin haber hecho
aparicición. El otoño se sentía ya en el ambiente del norte.
Nubarrones grises, casi negros, amenazaban lluvia, cubrían la tarde.
Sólo una línea azulada decía que el sol se iba alejando pero no
acababa de irse.
La
estación en la que tenía que bajarse estaba solitaria. Sólo otra
persona descendió del tren. Se dirigió a la salida y entregó el
billete. Lo esperaba una furgoneta, transportadora de los clientes
desde la estación al hotel y viceversa.
Ya
era noche cerrada. En una carretera solitaria, la furgoneta corría
dando tumbos. El asfalto no era excesivamente bueno. Las casas
andaban desperdigadas aquí y allí, lo que hizo pensar al viajero
qué ocurriría en caso de enfermedad o de accidente. Lo mismo las
ambulancias funcionaban perfectamente y su preocupación no era más
que una preocupación de viajero ocioso.
Llegó
al hotel. La recepcionista era de una belleza singular, cosa de
agradecer, cuando cuerpo y alma se encuentran un tanto cansados.
La
sonrisa de ninfa lacustre hizo volar todo el cansancio acumulado
durante una semana.
Tenía
preparada una cena abundante, ricamente aderezada y regada con un
buen vino del país. No pudo comérselo todo. Era demasiado, incluso
para él, acostumbrado a pantangruélicas cenas.
Después
de la cena y de descansar un rato en la habitación, tomó un baño,
relajante, reconfortante. Se metió en la cama y durmió como hacía
tiempo no lo había hecho.
Abierta
la mañana, se asomó al balcón. El día seguía medio gris, aunque
entre los celajes del cielo se veían desparramadas franjas de azul,
tan bello como los más bellos ojos de una diosa norteña.
Aunque
aún sentía un poco de cansancio, estaba mucho mejor que los días
anteriores. Tal vez el hecho de saber que ese día no había trabajo
le hacía descargar buena parte del estrés que siempre tenía
acumulado.
Desayunó
frugalmente. Aunque la comida era buena, a las siete de la mañana,
generalmente, no solía comer demasiado. Necesitaba un poco de más
tiempo para que su cuerpo y su estómago reaccionaran frentre al
alimento.
Después
del desayuno entró en una sala en la que la gente, sentada en
hermosos y reconfortantes sillones, leía, miraba el paisaje,
escuchaba la música ambiental que el hilo musical dejaba correr como
río hacia el mar.
El
frontal de la sala daba al lago. Una gran cristalera, completamente
transparente, se veía recortada externamente por un arco micénico,
lo que daba a la vista un tono especial.
Delante
del edificio un pequeño jardín, más bien cesped, bien cortado.
Tras la cancela, una carretera. A la derecha de la entrada un árbol
cuyo nombre no conocía, pero de una frondosidad y elegancia
notables. Y el lago. Sereno, húmedo espejo celestial, rodeado de
montes de no muy gran altura, todo lleno de verdor. Con el cielo
grisáceo, el ambiente estaba cargado de una melancolía notable.
Salió
a la calle. Se dirigió hacia la derecha y cuando pudo bajó a la
orilla del lago. Aunque no había viento, todo era calma y serenidad.
Un ovillado y encadenado oleajito daban a la superficie del agua un
aspecto de bella ropa arrugada. En la misma superficie del lago había
partes totalmente planas, sin mivimiento alguno, y otras en las que
el agua corría como un arroyo plácido y tranquilo.
Al
poco de caminar, por la orilla del lago se empezó a oir el ruido de
una cascada. Un poco más adelante, un torrente, controlado, que
bajaba de las montañas, desembocaba en el lago, ráudo como una
pasión inesperada se levanta sin saber por qué.
Se
detuvo a mirar cómo la corriente desembocaba en el mar laguna de la
vida. Así se había sentido él mismo en algún momento de su vida.
Un torrente incontrolable le había recorrido todo el interior no
pudiendo detenerlo por muchos esfuerzos que realizara. En ese momento
comprendía esa corriente, pero no se identificaba con ella.
En
ese momento, a diferencia de otras circuntancias y otros momentos, se
sentía identificado con el lago.
Aunque
en otros lagos vivitados había descubierto que entre la superficie y
el fondo exitían disparidades de corrientes, como entre el rostro y
el corazón de las personas. En este lago captó al momento que entre
el fondo y la superficie la armonía era total.
Por
su mente pasaron algunas ideas que le hicieron sonreir. Lo mismo se
trataba de que los monstruos del lago habían muerto, de que sus
pasiones y deseos habían muerto, como de que simplemente en ese
momento estaban echando una siesta y todo estaba tranquilo.
De
cualquier forma, volvía a sentir al lago como símbolo de la vida,
de su vida. A veces la calma de la superficie escondía horribles
corrientes submarinas. A veces la tormenta desencadenada en su cara
externa no hacía sosperchar la verdadera calma interior que poseía.
Pocas
veces, como en esta ocasión, la armonía entre el rostro y el
corazón había sido tan perfecta.
Empezó
a hacer fresco. Volvió al hotel y de nuevo pasó al salón desde el
que se veía el lago en plenitud. Se sentó en un recorfontante
sillón y comenzó a escribir sus impresiones. Mientras escribía, en
el fondo más profundo del corazón una lágrima se transformó en
poema. Un poema que enlazaba el pasado con el presente en perfecta
armonía, a pesar de las apariencias.
Viejos
papeles
el
corazón en llamas
nuevos
amores.
Al
llegar la noche, una luz misteriorsa parecía brillar en el fondo del
lago, dejándose apenas percibir en la superficie.
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