martes, 2 de enero de 2018

ARMONIA

Después de un tiempo de trabajo fuera del ambiente habitual, había decidido tomarse un par de días de descanso, antes de incorporarse al bullicio de la gran ciudad.
Le habían hablado de un lugar bello, hermoso, junto a un lago, hacia el norte del país. Buscó en guías de teléfonos, internet y demás medios disponibles en la vida actual y encontró un aposento para un par de días.
El trabajo había terminado a media tarde. Tomó un taxi y rápidamente se dirigió a coger un tren de alta velocidad, cortador del viento, transportador de cuerpos, condonador de disfrutes paisajísticos.
La noche se fue haciendo. El verano había terminado sin haber hecho aparicición. El otoño se sentía ya en el ambiente del norte. Nubarrones grises, casi negros, amenazaban lluvia, cubrían la tarde. Sólo una línea azulada decía que el sol se iba alejando pero no acababa de irse.
La estación en la que tenía que bajarse estaba solitaria. Sólo otra persona descendió del tren. Se dirigió a la salida y entregó el billete. Lo esperaba una furgoneta, transportadora de los clientes desde la estación al hotel y viceversa.
Ya era noche cerrada. En una carretera solitaria, la furgoneta corría dando tumbos. El asfalto no era excesivamente bueno. Las casas andaban desperdigadas aquí y allí, lo que hizo pensar al viajero qué ocurriría en caso de enfermedad o de accidente. Lo mismo las ambulancias funcionaban perfectamente y su preocupación no era más que una preocupación de viajero ocioso.
Llegó al hotel. La recepcionista era de una belleza singular, cosa de agradecer, cuando cuerpo y alma se encuentran un tanto cansados.
La sonrisa de ninfa lacustre hizo volar todo el cansancio acumulado durante una semana.
Tenía preparada una cena abundante, ricamente aderezada y regada con un buen vino del país. No pudo comérselo todo. Era demasiado, incluso para él, acostumbrado a pantangruélicas cenas.
Después de la cena y de descansar un rato en la habitación, tomó un baño, relajante, reconfortante. Se metió en la cama y durmió como hacía tiempo no lo había hecho.
Abierta la mañana, se asomó al balcón. El día seguía medio gris, aunque entre los celajes del cielo se veían desparramadas franjas de azul, tan bello como los más bellos ojos de una diosa norteña.
Aunque aún sentía un poco de cansancio, estaba mucho mejor que los días anteriores. Tal vez el hecho de saber que ese día no había trabajo le hacía descargar buena parte del estrés que siempre tenía acumulado.
Desayunó frugalmente. Aunque la comida era buena, a las siete de la mañana, generalmente, no solía comer demasiado. Necesitaba un poco de más tiempo para que su cuerpo y su estómago reaccionaran frentre al alimento.
Después del desayuno entró en una sala en la que la gente, sentada en hermosos y reconfortantes sillones, leía, miraba el paisaje, escuchaba la música ambiental que el hilo musical dejaba correr como río hacia el mar.
El frontal de la sala daba al lago. Una gran cristalera, completamente transparente, se veía recortada externamente por un arco micénico, lo que daba a la vista un tono especial.
Delante del edificio un pequeño jardín, más bien cesped, bien cortado. Tras la cancela, una carretera. A la derecha de la entrada un árbol cuyo nombre no conocía, pero de una frondosidad y elegancia notables. Y el lago. Sereno, húmedo espejo celestial, rodeado de montes de no muy gran altura, todo lleno de verdor. Con el cielo grisáceo, el ambiente estaba cargado de una melancolía notable.
Salió a la calle. Se dirigió hacia la derecha y cuando pudo bajó a la orilla del lago. Aunque no había viento, todo era calma y serenidad. Un ovillado y encadenado oleajito daban a la superficie del agua un aspecto de bella ropa arrugada. En la misma superficie del lago había partes totalmente planas, sin mivimiento alguno, y otras en las que el agua corría como un arroyo plácido y tranquilo.
Al poco de caminar, por la orilla del lago se empezó a oir el ruido de una cascada. Un poco más adelante, un torrente, controlado, que bajaba de las montañas, desembocaba en el lago, ráudo como una pasión inesperada se levanta sin saber por qué.
Se detuvo a mirar cómo la corriente desembocaba en el mar laguna de la vida. Así se había sentido él mismo en algún momento de su vida. Un torrente incontrolable le había recorrido todo el interior no pudiendo detenerlo por muchos esfuerzos que realizara. En ese momento comprendía esa corriente, pero no se identificaba con ella.
En ese momento, a diferencia de otras circuntancias y otros momentos, se sentía identificado con el lago.
Aunque en otros lagos vivitados había descubierto que entre la superficie y el fondo exitían disparidades de corrientes, como entre el rostro y el corazón de las personas. En este lago captó al momento que entre el fondo y la superficie la armonía era total.
Por su mente pasaron algunas ideas que le hicieron sonreir. Lo mismo se trataba de que los monstruos del lago habían muerto, de que sus pasiones y deseos habían muerto, como de que simplemente en ese momento estaban echando una siesta y todo estaba tranquilo.
De cualquier forma, volvía a sentir al lago como símbolo de la vida, de su vida. A veces la calma de la superficie escondía horribles corrientes submarinas. A veces la tormenta desencadenada en su cara externa no hacía sosperchar la verdadera calma interior que poseía.
Pocas veces, como en esta ocasión, la armonía entre el rostro y el corazón había sido tan perfecta.
Empezó a hacer fresco. Volvió al hotel y de nuevo pasó al salón desde el que se veía el lago en plenitud. Se sentó en un recorfontante sillón y comenzó a escribir sus impresiones. Mientras escribía, en el fondo más profundo del corazón una lágrima se transformó en poema. Un poema que enlazaba el pasado con el presente en perfecta armonía, a pesar de las apariencias.

Viejos papeles
el corazón en llamas
nuevos amores.

Al llegar la noche, una luz misteriorsa parecía brillar en el fondo del lago, dejándose apenas percibir en la superficie. 

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