viernes, 2 de diciembre de 2016

MISTERIOSO DESCANSO

MISTERIOSO DESCANSO

Desde el tren, hacia el oeste, se veía una leve línea de luz. El sol ya se había puesto pero dejaba una huella semitapada por las nubes que ennegrecía aún más el paisaje, convirtiéndolo en una tumba iluminada a lo lejos por una mecha.
Ululaba el viento y las casas se dibujaban con las luces que salían de las ventanas. Una aquí, otra allí, una tercera donde la vista casi no alcanzaba.
Si había tan pocos habitantes por aquellos parajes, ¿qué ocurriría en caso de enfermedad o accidente repentino? Quizás los vivientes de la zona tenían asumido el riesgo y miraban a la muerte con cara de amiga.
Paró el tren. Bajó el viajero. No había nadie en el andén. Sí, otro viajero había descendido delante de él. Con la escasa iluminación no lo había visto. Todo parecía desolado. La estación estaba tan lejos de esas estaciones de las grandes urbes, llenas de trenes, de gente, de ruido, de desesperación y desencanto, de corbatas corriendo y madres gritadoras tras niños sin solución.
Era una estación solitaria. No era vieja. Era una estación bellamente nueva. A la salida hacia la calle, en el recibidor, una vieja, pegada la cara a los cristales, despedía a algún familiar que acababa de tomar el tren.
Un señor con un cartel le esperaba. Era ese señor quien le llevaría hasta el lugar donde esa noche dormiría. El otro hombre que había bajado del mismo tren iba, al parecer, al mismo lugar.
En silencio se montaron en la pequeña vagoneta. Se perdieron en medio de la noche y del frío, camino del lago.
La investigación sobre las misteriosas muertes que se habían producido en las últimas semanas empezaría al día siguiente.
Solicitados por conductos distintos, los investigadores habían llegado a aquel desolado lugar. Se miraron. Un repelús les pasó por la espalda. Les llevaron al hospedaje en que pasarían la noche.
A cada uno se le asignó una habitación. Subieron a sus habitaciones quedando en el comedor para media hora más tarde. Cenaron opíparamente. Tomaron un baño y se dispusieron a descansar.
Nadie podía sospechar que habían venido para descansar eternamente.

ANTONIO DUQUE LARA


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