I
No
hay Luna. Señora de la noche, se esconde en las profundidades del
lago. Allí la espera su amado, amante, para contarle su amor, como
el viento a los árboles, como la montaña a la nieve. Porque el amor
se esconde allá donde menos se piensa. Pequeñito y juguetón, como
polvillo del desierto, se cuela por los poros del alma y cuando menos
se piensa hace estallar los corazones. Echa y echa raices por los
recovecos en los que sólo él puede entrar, se asienta y, cuando se
le quiere expulsar, ya es imposible hacerlo. Se le puede disfrazar de
fantasma, de desdeñoso afán de presunción, pero, transfigurado y
todo, asienta sus reales en el fondo del alma, en el fondo de la
laguna, de esa laguna en la que una noche se escondió la Luna y no
quiso salir.
En
la calle hace frío, el corazón tirita, no se sabe si de dolor o de
pasión incontrolada. La noche está oscura.
II
El
pescador resbaló de su barca y se cayó al lago cuando intentaba
recoger las redes, pesadas, cargadas con el preciado producto
conseguido con su perseverancia y esfuerzo.
Cayó,
cayó y cayó. Se iba sumergiendo. Llevaba los ojos abiertos y
también podía respirar. Le parecía extraño, pero era cierto.
El
lago estaba en el fondo de la caldera de un volcán. Viejo como la
vida mísma, acumulaba toneladas y toneladas de agua dulce.
¿De
dónde procedían los peces? Misterios de la vida. Los montes todavía
echaban fumaradas de azufre. A veces el viento las movía y hacían
el ambiente insoportable con su pestilencia. El olor a huevos
podridos se extendía por todo el valle.
A
su pesar, todo alrededor era una maravilla. La belleza que se
contemplaba
desde el centro del lago a la hora de pescar era indescriptible.
El
pescador caía y caía. Llegó al fondo y, sin saber cómo ni por
qué,
se
coló por un cráter que había quedado apagado desde que el mundo es
mundo.
¡Por
todos los dioses del Olimpo! ¿Qué era aquello? De pronto se
encontró en el epicentro de un palacio de cristal, todo adornado de
perlas, corales, oro, plata y cualquier otro material precioso que
imaginarse pueda.
Había
un trono. En el trono se sentaba una ¿mujer? ¿Era aquello una mujer
o la Belleza misma con figura femenina?
Bella
hasta el punto de que la mejor descripción era el silencio. Bella
hasta el punto de sentir punzadas de dolor en los ojos, en la punta
del corazón. La palabra era insuficiente para describir tanta
belleza.
Y
no era sólo la belleza que se ve. Corazón de cristal, todos sus
sentimientos podían verse como si en la palma de la mano se tuvieran
cogidos. Sus sentimientos eran aún más bellos que la belleza de su
figura.
El
pescador abrió la boca, abrió los ojos... Las palabras se quedaban
paralizadas en los labios. No podía articular sonido, pero en su
corazón empezó a sentir algo cálido, indescriptible, algo que no
sabía cómo definir.
¿Sería
lo que la gente llamaba normalmente amor? ¿O era sólo la sorpresa
ante tanta beldad? El mundo alrededor no era tan bello, era de una
vulgaridad sublime comparado con lo que tenía delante.
La
mujer le pidió que se acercara. Lo hizo lentamente, como con miedo.
¿Tendría que arrodillarse ante la Princesa? Sospechó que sería la
Princesa de un cuento de hadas.
-
No, no te arrodilles. Los Príncipes bellos y hermosos como tú no
deben arrodillarse. Aquí está tu trono. Te he estado esperando por
los siglos de los siglos y por fín has llegado. Esta es tu casa,
éste es tu palacio. Todo está para servirte y yo sólo para amarte.
Ven, acércate.
La
Princesa lo besó como sólo se besa el más preciado de los niños,
al más preciado de los amores. Con toda la ternura de que es capaz
un corazón enamorado.
El
pescador abrió los ojos. Se había quedado dormido mientras pescaba.
Su prometida le había llevado la comida de mediodía y, aunque
feucho, normalito y no demasiado sobresaliente en su aspecto externo,
le había parecido tan hermoso que no dudó en robarle el más
delicioso de los besos.
Sus
sonrisas se entrecruzaron. El sol en el firmamento iluminaba un azul
profundo. La felicidad flotaba sobre la brisa del lago.
III
Enamorado
del lago, una y otra vez se sumergió en sus sueños en busca de la
Princesa. No podía creer que todo aquello fuera cierto. Nunca había
conocido un mundo de belleza tan radical. El mundo del que partía,
aunque tenía momentos hermosos, no lo era en su conjunto.
Las
dudas eran grandes, tenía que elegir. Destruir todo lo que había
ido construyendo poco a poco y lanzarse sin pensárselo dos veces a
las profundidades del lago, o negarse la beldad transparente de la
laguna y aferrarse a todo lo que había sido su verdad hasta ese
momento.
Conocía
muchas leyendas en las que el lago siempre encerraba tesoros,
ciudades, bellas mujeres, ardientes y apasionadas, esperando al amado
de sus sueños. Y en cuanto alguien se había lanzado en busca del
tesoro escondido, se había encontrado sólo con agua. No había más
que agua, vida en la mayoría de las ocasiones, muerte en no pocas
de ambiciosa locura.
Para
él, tanto su prometida como la dama del lago eran verdad, de una
verdad diferente, de una verdad complementaria.
Si
hubiera podido unir las virtudes de una y otra en un cóctel de amor,
podría tener entre sus brazos lo que el mundo denomina mujer , sueño
ideal.
Ambas,
para él, eran necesarias, imprescindibles, una bifurcación de
realidad material y de ensueño, tan difícil de encontrar en la vida
diaria.
No
podía elegir.
Un
día subió a la montaña. Quedaban restos de volcán, grietas por
las que la lava se derramaba en ocasiones, fertilizando los campos.
En una de las rajas que presentaba la tierra cabía un hombre de su
tamaño. No lo dudó.
Era
lo mejor que podía hacer. Mejor morir así que elegir. El moriría
para que ellas vivieran.
El
fuego de su corazón se fundió con el del volcán. La felicidad
flotaba sobre la brisa del lago, en las fumaradas de la montaña.
Su
alma, mariposa negra de los atardeceres, revoloteaba feliz, de flor
en flor.
(
Con San Manuel, Bueno al fondo)
ANTONIO
DUQUE LARA
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