Entró
una vaca en el tren. Una vaca de las llamadas suizas. Con ubres que
alimentarían un regimiento o más y más verrugas que las brujas
malas de los cuentos infantiles. No una bruja buena disfrazada, una
bruja de las de corazón más negro que el de Dorian Grey.
A
la izquierda de la puerta, según se entra, hay tres agarraderas para
que se aferre el público levantado y no se caiga en caso de brusco
tirón de vino del conductor trenero.
Entre
una mozuela con más ganas de dormir que de ir a ningún sitio y un
sanchopancesco caballero había un espacio por el que la vaca se coló
para tirar su bolso sobre las redecillas treneras y descargarse de
bultos.
Caballero
y damisela empujados por las ampulosas ancas de la vaca hubieron de
apretarse contra los que a su lado estaban, mientras la supervaca
plantaba sus reales entre ambos.
Un
caballero de cabeza casi bombillera dormitaba en su asiento. Llevaba
una mochila entre los brazos. La señora de al lado del caballero
levantado rozó la mochila por el impulso dado por la vaca lechera.
Sin duda era un bombillero de mal despertar. La mirada asesina que
echó a la señora era digna de las mejores películas con
asesinatos: Perdón, perdón. No es raro que tras un roce, tras una
negativa, tras una advertencia, el calor se suba al cerebro y el
cuchillo haga una ceremonia de misa negra. Diarios y telediarios
están llenos de noticias negras.
La
comisura de los labios esbozaba una sonrisa, un poco extraña, pero
sonrisa. Era una vaca bien educada que pensaba machacar a los demás
para darle placer a la verruga entrepernil.
Las
Marías del país, presumían de buena educación y buenos modales.
Los pozos de excrementos de la época nazi en los que las gentes de
toda condición se metía para escapar de la barbarie eran perfume de
rosas comparados con la otra cara del corazón de la vaca suiza, ¿o
era de Hokkaido?
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