MISTERIOSO
DESCANSO
Desde
el tren, hacia el oeste, se veía una leve línea de luz. El sol ya
se había puesto pero dejaba una huella semitapada por las nubes que
ennegrecía aún más el paisaje, convirtiéndolo en una tumba
iluminada a lo lejos por una mecha.
Ululaba
el viento y las casas se dibujaban con las luces que salían de las
ventanas. Una aquí, otra allí, una tercera donde la vista casi no
alcanzaba.
Si
había tan pocos habitantes por aquellos parajes, ¿qué ocurriría
en caso de enfermedad o accidente repentino? Quizás los vivientes de
la zona tenían asumido el riesgo y miraban a la muerte con cara de
amiga.
Paró
el tren. Bajó el viajero. No había nadie en el andén. Sí, otro
viajero había descendido delante de él. Con la escasa iluminación
no lo había visto. Todo parecía desolado. La estación estaba tan
lejos de esas estaciones de las grandes urbes, llenas de trenes, de
gente, de ruido, de desesperación y desencanto, de corbatas
corriendo y madres gritadoras tras niños sin solución.
Era
una estación solitaria. No era vieja. Era una estación bellamente
nueva. A la salida hacia la calle, en el recibidor, una vieja, pegada
la cara a los cristales, despedía a algún familiar que acababa de
tomar el tren.
Un
señor con un cartel le esperaba. Era ese señor quien le llevaría
hasta el lugar donde esa noche dormiría. El otro hombre que había
bajado del mismo tren iba, al parecer, al mismo lugar.
En
silencio se montaron en la pequeña vagoneta. Se perdieron en medio
de la noche y del frío, camino del lago.
La
investigación sobre las misteriosas muertes que se habían producido
en las últimas semanas empezaría al día siguiente.
Solicitados
por conductos distintos, los investigadores habían llegado a aquel
desolado lugar. Se miraron. Un repelús les pasó por la espalda. Les
llevaron al hospedaje en que pasarían la noche.
A
cada uno se le asignó una habitación. Subieron a sus habitaciones
quedando en el comedor para media hora más tarde. Cenaron
opíparamente. Tomaron un baño y se dispusieron a descansar.
Nadie
podía sospechar que habían venido para descansar eternamente.
ANTONIO
DUQUE LARA
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