Maullaba como un gato
caprichoso. Se acercó restregándose por los bajos del pantalón del
muchacho. Parecía algo más que un gato. Los ojos se diría que eran
humanos. De vez en cuando miraba hacia arriba como buscando la mirada
del hombre. El también lo miró a los ojos. Hacía tiempo había
perdido a una persona muy querida. Había, supuestamente,
desaparecido en un crucero que había hecho con la familia por la
costa mediterránea.
En
uno de los pocos enclaves en los que un barco podía chocar contra
las rocas ocultas bajo el agua. El barco encalló, se desequilibró y
cayó hacia el lado en que el mar era más profundo.
Muertos,
heridos, desaparecidos, y entre los desaparecidos, aquella muchacha
que tanto amaba . Aún no se había recuperado del golpe. Hasta esa
momento había sido su primer y único amor. ¡Cómo hubiera
preferido ser él el que se hubiera hundido en las profundidades
marinas! Aunque entonces el dolor lo hubiera sufrido ella. Tampoco
ella había amado a nadie, hasta que como un huracán sin control se
encontró , apareció él en su vida.
Era
un amor puro, tierno, con esa ternura que da una juventud de corazón
inmaculado, que todavía no sabe qué hacerse con el amado, con la
amada entre las manos.
Cualquiera
que los hubiera contemplado durante el tiempo que estuvieron juntos,
no hubiera por menos que haberse sonreido. Tal era la ternura que
profesaban uno por el otro. Pero llegó ese día fatídico. Los
padres de la muchacha le habían prometido un crucero de descanso si
terminaba los estudios con el éxito que esperaban. Y ella cumplió.
Había sido siempre una chica dulce y tierna, muy seria y responsable
a la que no se le conocía ninguna locura ni desvarío parecido a las
que otras jóvenes no era raro llevaran a cabo en esa edad en que los
jóvenes quieren independizarse.
Partieron
desde el puerto del sur del que solía salir el crucero. El muchacho,
alegre, pero con un pellizco en el estómago, la vio partir. Era como
si tuviera un mal presagio. Y el presagio se cumplió con creces. A
la semana de la partida del barco, él aún no lo sabía, pero al
poner la televisión y escuchar las noticias, se quedó de piedra.
Era el barco en el que la familia montó, en uno de los lugares por
los que estaba previsto que pasara, y eran el de la madre, el padre y
su amada los nombres de las personas que daban por desaparecidas.
Llegó a estar a punto de volverse loco, el tiempo le fue confirmando
que aquello era así. Habían sido tragados por la profundidad marina
y nunca más se supo nada de ellos.
Ya
habían pasado varios años de la desaparición, pero la herida
seguía abierta. El no había querido acercarse a ninguna otra chica.
Ni su cuerpo, ni su mente tomaban la dirección de otros ojos que no
fueran los del recuerdo de los ojos de ella. “Pues sí que le ha
dado fuerte”, comentaban amigos y amigas de la misma edad, que no
se caracterizaban precisamente por sus fidelidades. No era que fueran
unos pervertidos ni nada por el estilo, pero la inseguridad en si
mismos era tal que cambiaban de compañero o compañera como de ropa.
Infantilismo emocional disfrazado de liberalidad. Ellos nunca fueron
así. Creían en la seriedad de las relaciones, en los compromisos,
aunque no eran tan pacatos como para no admitir que el amor se podía
acabar. No se acabó el amor, pero un crucero inoportuno llevó a
aquella vida a cruzarse con la muerte. Todo eso le recordó aquella
mirada gatuna.
El
muchacho cogió a la gata , porque era hembra, y además parecía muy
sensual. Sentó a la gata sobre sus rodillas y mirándola a los ojos
le comenzó a hablar lo mismo que le hablaba en otro tiempo a su
amada.
No
sabía si lo que veía eran alucinaciones suyas, pero lo cierto es
que la gata comenzó a llorar. Ahora ponía ojos alegres, ahora
tristes, se amodorraba en las rodillas del muchacho y a continuación
alargaba la patita como queriendo tocarle, acariciarle. El estaba
acariciándole la cabeza cuando se produjo el milagro. Una especie de
humo como surgido de una lámpara maravillosa los envolvió. Cerró
los ojos porque creía sentir un cierto escozor y cuando lo abrió,
cuál no sería su sorpresa al comprobar que aquella gatita mimosa se
había transformado en la figura de su amada.
Con
el corazón agitado entre la incredulidad y el terror, la miraba
embobado. Aquello no podía ser verdad. Estaba alucinando a pesar de
no haber tomado drogas ni alcohol. Aunque seguía pasándolo mal,
siempre había pensado que no era la solución de los problemas.
Nunca se había emborrachado ni drogado, sólo sentía un profundo
agradecimiento por , al menos , haberla conocido. Pero aquello era
demasiado.
-¡Pero.....
tú! ¿Cómo es posible?
-No
te asustes mi amor. Sí, soy yo. El cielo me ha concedido una segunda
oportunidad. Me ha concedido el don de una transformación especial
para poder venir a visitarte al menos una vez a la semana. Me
acercaré a tí por la mañana de día que deba venir como una paloma
que se acerca a la ventana, será la paloma mensajera de mi alma, y
ya a la caida de la tarde será esta gata quien lleve mi espíritu
que despertará a la humanidad en tus brazos. Pasaremos la tarde
noche juntos. Tú te sentirás feliz y yo también. Desde la altura
celestial seré como tu ángel guía. No me verás, ni me escucharás,
pero tu corazón sentirá con claridad que te hablo orientándote en
las necesidades de la vida.
Seremos
felices, y aunque en esta ocasión esta será la extraña forma de
mostrarnos nuestro amor, te aseguro que no te arrepentirás.
Las
lágrimas rodaban por las mejillas del hombre. Ella se las sorbía
con la dulzura, con la ternura de sus labios. Se fundieron sus bocas
en un beso y sus brazos en un estrechamiento de los cuerpos tal que,
así, casi sin aliento, durmieron juntos hasta que llegó la hora de
que el espíritu de la amada se fuera. La despedida fue un dulce
hasta luego y el hombre, cuando a la mañana siguiente partió para
el trabajo, estaba irreconocible. El amor había obrado el milagro.
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