Aquella
noche cayó en la cama agotado. El día había sido terrible de
trabajo y de calor. De pronto, como si el cielo se hubiera llenado de
hogueras, la temperatura había subido hasta donde no hay en los
escritos.
La
gente no podía aguantar sin meterse en el agua. Y aunque piscinas
privadas y públicas abundaban en la ciudad, era el río el centro de
atención de los bañistas.
Afortunadamente
aquella región, gracias a la colaboración de los ciudadanos, de las
autoridades, de las empresas, era una zona bastante alejada de los
problemas de contaminación que azotaba a otros lugares, lo que
permitía a la gente darse de vez en cuando un chapuzón en el río.
La
ciudad estaba cruzada por dos ríos. Ambos se juntaban en el recodo
del río Mayor, partiendo la ciudad en dos. Cuando el río Menor
dejaba sus aguas en el Mayor, el paseo por las orillas del río era
una alegría para los ojos. Siempre había abundante líquido, a
pesar del calor.
El
río Mayor venía de una cordillera lejana. En su nacimiento era un
río, como todos los ríos, rebelde y cantarín, que se deslizaba en
cascadas imparables, pero al llegar al llano, maduro y como cansado,
se deslizaba reposadamente por entre pinares unas veces, por entre
trigales otras, hasta que hacía su entrada triunfal en la ciudad.
La
ciudad estaba situada a la falda de una cordillera. Aunque no era muy
abrupta, sí tenía la suficiente pendiente como para que las aguas
que bajaban lo hicieran en torrente durante todo el año.
El
río Menor, como un niño chiquito y mal educado, bajaba como caballo
desbocado a encontrarse con su hermano Mayor.
El
recodo era el lugar donde los dos ríos se abrazaban. Uno de aguas
mansas, otro de aguas rápidas, el recodo era un contínuo remolino.
Por
sus caracteríosrticas, cada río llegaba con un color. El Mayor
color chocolate, de tierras arcillosas, el Menor límpio por el
pedregal, era de aguas más claras.
En
el recodo se había formado una especie de playa de arenas acumuladas
por el arrastre de ambos ríos.
En
los meses de calor era allí donde la gente bajaba a tomarse un baño
salutífero y refrescante.
La
vigilancia era constante, porque los remolinos abundaban y no era
extraño el verano en que un par de despistados se zambullían en el
remolino apareciendo varios kilómetros más abajo arrastrados por
las aguas.
Aquel
día había sido extenuante. Debido a la subida incontrolada del
termómedtro, la cantidad de gente que acudió a la playa rebosaba
las posibilidades de la misma.
Los
hombres de salvamento y socorrismo, aunque gritaban y aconsejaban no
entrar en mogollón al río, no eran escuchados.
En
ese momento , un jovencito de unos catorce, quince años, perdió pié
y se vio arrastrado hacia las profundidades del agua. A los diez
minutos, una joven bella, hermosa, unos 25 abriles, era arrastrada
hacia el más allá por los impúdicos e insaciables deseos de las
aguas. El hombre había puesto toda su vida en el empeño, primero
con el chico, después con la mujer.
Los
sacó a ambos desnudos a la orilla. El agua, obsesa, los había
desnudado, los quería acariciar como vinieron al mundo. Colocados
uno junto al otro, fueron arropados con una manta mientras venían
las autoridades a levantar el cadáver. Se díría que eran Romeo y
Julieta, víctimas de su incontrolado amor representado por los
torbellinos del río.
Desde
ese día, y sin que nadie supiera de dónde había salido la idea, al
recodo en que se reunían los ríos formando remolinos, se le empezó
a llamar Remolino Enamorado. Era un homenaje a las víctimas de todo
amor imposible.
ANTONIO
DUQUE LARA
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