PRESENTACIÓN.- En este comienzo de año del blog
quisiera presentar un tema, yo le llamaría ritual, de Japón: como dice el
título, Primera visita a..... Es otro tema en colaboración, esta vez con
Arsenio Sanz Rivera un vicalvareño o cómo se quiera que se diga, bueno un amigo de ese barrio madrileño de Madrid llamado Vicálvaro. Cuando escribí el texto y se lo mandé, él lo completó, como aquellas
buenas novelas del medievo, con una segunda parte. Dos caras para un mismo
tema, tal vez, hoy por hoy incluso internacional..... ¡Disfrútenlo!
PRIMERA VISITA A...
El
año se había marchado metido en un camión frigorífico. Todo el mundo bufaba
durante las semanas que precedieron al final del año.
A
nadie se le hubiera ocurrido en serio desear un invierno primaveral y no pensar
que el clima estaba más loco de lo que parecía. Sin embargo, era cierto que el
frío había sido más madrugador y más intenso que lo fuera normalmente. Cuatro
metros casi de nieve en los primeros días del año pasaba de castaño oscuro.
Según
las ondas televisivas, alguien se había quedado durmiendo en su coche con la
calefacción puesta y no amaneció. La nieve había cubierto el coche de tal
manera que los malos humos se acumularon en el interior del vehículo llevándose
al desafortunado dueño al otro lado de la frontera de la vida.
El
día uno, como muchos primero de año que recordara, pasó brumoso y..., algunos
dirían que aburrido, los que pasaban de repeticiones ceremoniosas. Otros que
estupendamente, los que podían recuperarse del sueño atrasado acumulado en las
noches de parranda y horas extras sin pagar...
Los trenes, salvo en lugares y en horas
concretas, eran fantasmas
en su interior rompiendo el gris del cielo en el día de año nuevo.
Y
amaneció el primer lunes. La parienta metía prisa al michelín andante. Que se
diera prisa. Iban a llegar tarde. Leche que no hay que trabajar, pensaba el
hombre. Pues sí que estamos bien. La penca esta no cree ni en sí misma y ahora
se da prisa para ir al templo. Pero si con el dinero que le das a los dioses no
tienen ni para una llamada telefónica de tres minutos.
Lo
mismo llaman por móvil, refunfuñaba para sus adentros. Oye, no te olvides de
llevar la tarjeta de crédito del banco... Leñe, se puede dejar el óbolo con
tarjeta y todo. Sí que están modernizados allá arriba. Lo que yo digo, que las
almas se van a poder mandar por fax. O por fotografía metida en el computador y
catapultada por “emilio”. ¡No estaría mal!
¿Me
has oido? ¡Que no te olvides de la tarjeta de crédito! ¡Que sí, que no soy
sordo! ¡Que te he odio perfectamente! Que te des tú prisa, que siempre me
tienes esperando más de media hora... ¡Estas mujeres!, pensaba para su capote,
mientras se ponía la corbata. ¿Qué se estará poniendo esta bruja? Seguro que se
está poniendo de gala. Le gusta más una fiesta que a un tonto un chupa-chups. Y
todo para ir a ser pisoteado por una riada de gente que te empuja, que no deja
casi de gritar, cuando a veces son
tan modositos que casi no se les
escucha... Bueno, chica, ¿qué?, ¿estás o no estás? Sí, un momento, que me pongo
perfume... ¿Perfume?, se preguntó. Lo que yo digo, loca de remate...
Y
apareció enkimonada, perfecta, bella, elegante, como para estar piropeándola
por la calle durante todo el día. Seguro que le sale un novio en las alturas
cuando los dioses del templo la vean. Madre mía, no será a ella a quien mire la
gente, será a mí, por ir con esta facha. No, eso no. Tampoco es eso. Que
tampoco voy tan mal. Bueno, vale, tirando, que es gerundio.
¿Ya?
¡Ya! Pues pitando. Bajaron en el ascensor con otros vecinos. La salutífera
inclinación, el felicitarse el año nuevo..., una, dos, tres, cuatrocientas
veces, iba haciendo efecto en la columna. Se había levantado con un dolor muy
fuerte en ella y en la espalda. Pensaba que sería debido al frío. Pero, gracias
a los cálidos deseos de los vecinos y más o menos conocidos del barrio, sus
huesos empezaban a entrar en rodaje. Se iba calentando el cuerpo.
¿Y a
que templo vamos?, preguntó ingenuamente. ¿Templo? Le devolvió la pregunta una
empolvada cara sorprendida. Tú sígueme. Y la siguió. Se dirigieron,
inevitablemente, hacia la estación.
A
unos pocos kilómetros del centro de la megalópolis, la ciudad era de edificios
de altura mediana. Aunque había bloques de diez o doce plantas, estos se
encontraban en los aledaños de la estación. El resto eran casas unifamiliares
de una o dos plantas, o apartamentos que como mucho llegaban a las cuatro. Se
podía decir que más que ciudad, aquello era un pueblo grande, una ciudad
dormitorio.
A
quince minutos a pie se encontraba la estación. Se veía a lo lejos, con sus
edificios altos, sobresaliendo como gallos encrestados en gallinero cabizbajo.
No eran edificios de viviendas, más bien eran de bebicación o bebencia y
tiendas, que dejaban vacíos los bolsillos de los trabajadores, largamente
congelados por la depresión sicoeconómica. Eran edificios de almacenes
atiborrados de todo lo habido y por haber, igual que andaban los estómagos en
las fechas en que se vivía.
La
costumbre decía que en los primeros días del año no trabajaba ni Dios, que era
fiesta, que había que pedir a los dioses por la salud, el trabajo, la felicidad
propia y de la familia ( en otros lares las mujeres pedían salud para ellas y
trabajo para su marido), pero las tradiciones cambian y ya desde el día dos,
las tiendas de veinticuatro horas desde el uno, aunque el calendario apuntaba
rojo, el que lo decidió debería tener así los números de su cartilla, las
almacenes abrían.
Eran
las primeras rebajas de todos los años en unos almacenes que se caracterizaban
por estar todo el año de rebajas...
Desde
lejos se veía una cola en la entrada de los almacenes. Eran las diez de la
mañana. Se abría a las diez y media. Señoras emperifolladas, como para ir de
fiesta, caballeros, ¿o sería camelleros? peripuestos y encorbatados, como para
ir a la oficina, hacían cola. Abuelas y nietos temblando de frío. Minifalderas
a pesar de las temperaturas polares que hacía... Todo el mundo hacía cola. Todo
el mundo se frotaba las manos. No quedaba muy claro si lo hacían por la
temperatura polar o porque se les hacía la boca agua pensando en las gangas que
iban a encontrar en aquel templo de los buenos precios.
Ponte
aquí, que voy a preguntar a qué hora abren. ¡¿Cómo?! Ahora vuelvo. El hombre,
los ojos como platos, boquiabierto, sorprendido más que si le hubiera tocado
cien millornes el último día del año a la lotería, se quedó plantado en la cola
que salía desde la entrada de cristal de los almacenes. Sí. Eso rezaban los
grandes cartelones que colgaban de la pared que había a su espalda. Grandes Rebajas
desde el dos de enero....
Vio
a alguien que venía repartiendo unos papeles. Eran números para entrar en
orden. Le dieron el 327. ¡327 locos para comprar desde el primer día del año!
¡No! ¡Tierra trágame! Ahora entiendo lo de la tarjeta de crédito! Oye, oye, he visto, decía su esposa que
volvía a toda prisa arremangándose el kimono, he visto en el escaparate un
abrigo de pieles estupendo, lindísimo, y sólo cuesta setenta mil... ¿Qué te
pasa? Oye, ¿qué te pasa? Al hombre le había dado un ataque al corazón. El frío,
la emoción de las compras, el ambiente tan recogido y devoto en ese segundo día
del año en el templo del comprar barato...
Su alma se le
había escapado por la nariz. Subía, subía, subía. Ese mismo día se encontró con los dioses en el
paraíso. Recibían a todos aquellos que en esos primeros días del año, en la
primera visita a los almacenes del buen vivir, habían sido desvalijados y
dejado su cartilla del banco en números rojos.
Antonio
Duque Lara
Segunda parte. De la
llegada a otro lugar.
En
realidad no sabía o bajaba, si se movía a la izquierda o a la derecha o si por
el contrario, permanecía inmóvil o haciendo piruetas. Lo cierto era que una
extraña sensación le subía del bajo vientre y le imprimía una especie de
vertigo que le hacía creer que estaba en movimiento. Las imágenes se deslizaban
rápidamente por su mente ofreciéndole todo tipo de recuerdos y experiencias
pasadas, cuyas vivencias y consecuencias se le ordenaron maravillosamente en el
pensamiento, que sorprendentemente parecía fluír en
un orden magistrálmente armonioso.
Como
en aquel nuevo entorno no existía la medida del tiempo, rechazó los términos
convencionales y se dijo a sí mismo que había llegado allí en una pizca de
tiempo. Le gustó la expresión y decidió que era la correcta. No podría
demostrar el valor semántico de su expresión pero estaba convencido de que
después de toda una vida hablando y enseñando a hablar, se había ganado el
derecho a decir lo que le diera la gana, por lo menos en aquellas
circunstancias. En caso contrario, ¿cuándo iba a ser libre de verdad?
Muchos
otros se habrían imaginado que al llegar a semejante lugar una cohorte de
angelotes los recibiría con trompetas y sonrisas bobaliconas o por el
contrario, (según el destino del billete, comprado en vida, claro está) un grupo de demonios encabritados, pegando guantazos
y patadas a infelices encadenados y peyéndose entre risotadas infernales,
harían la socarrona bienvenida al recien llegado. Pero nada de eso, cuando
llegó allí tuvo que esperar un buen rato hasta que alguien le abrió la puerta e
incluso una vez dentro nadie se paró a prestarle especial atención. Sólo alguien
que llevaba una larga túnica blanca y saliendo de una estancia, que venía hacia él, le indicó amablemente que cerrara la
puerta. Cerró la entrada y el desconocido pasó a su lado con una sonrisa y
deslizándose pasillo adentro mientras mostraba las rosáceas carnes de parte de
sus nalgas. Siguió el mismo camino y se adentró en una gigantesca sala de
mármol y altas columnas donde todo tipo de dioses caminaba y departía sobre
cualquier cosa. Oyó risotadas cerca de una fuente cercana y sintió la necesidad
de quedarse parado. Observó que aquel pequeño grupo miraba hacia el interior de
la fuente y tras decirse entre ellos, algo que no llegaba a los oídos de aquel
recién llegado, el grupo volvía a explotar en carcajadas felices. Sin darse
cuenta, una pizca de tiempo después, él mismo estaba contagiado por aquel
ambiente y se destornillaba de risa sin saber el porqué. Los diosecillos del
grupo se dieron la vuelta y le miraron con gesto hosco y sorprendido. Una pizca
de tiempo después, uno de ellos hizo una señal con la mano y con una especie de
sonrisa le animó a acercarse al grupo. Hizo ademán de presentarse pero una que
era alta, morena y de pelo largo, sin darle tiempo a hablar, le espetó.
-No lo
necesitas,
-¿Eh?
-Somos
dioses y lo sabemos todo.
-¡Ah!,
bueno. -dijo él. Un poco picado por el corte.
-No
le hagas demasiado caso, no es mala, sólo es que se le ha subido a la cabeza lo
de ser diosa y a veces tiene estos golpes. Ya me entiendes,... para sorprender
a los nuevos. –le dijo uno de gafas y largas barbas que sujetaba un periódico
deportivo entre sus manos.
-¡Ah!,
en ese caso,... –dijo él sin saber lo que decía.
-Acércate
y verás, acércate. –le dijo una que parecía tener cierto mando sobre el grupo.
Se
acercó y estuvo mirando hacia el mismo lugar donde el resto de los miembros
tenía puesta la vista. Al principio, miraba el agua que fluía y a los ojos de
aquellos que se reían pero no podía entender nada. Una pizca de tiempo después,
empezó a divisar pequeñas formas que se fueron definiendo en personas
desconocidas en un lugar irreconocible. La alta, morena, del pelo largo le
dijo.
-No
los conoces porque tú no eres un dios y además nunca has estado ahí. Es uno de
los inconvenientes que tenéis,...
-Eso
es verdad. –dijo él mordiéndose el labio inferior.
-Además
como todavía no eres ángel,..
-¿Me
falta mucho? –contestó él dejándose llevar por la ironía.
-No
seas chulo,.. que yo soy una diosa y tú sólo un marido caído en la rebajas,...
-Usted
perdone. –dijo consciente de que efectivamente, un ataque al corazón le había
llevado hasta allí y ademas, tenía mucho que perder si desde el primer día
empezaba a crearse enemistades.
Una
mano grande, poderosa y extremadamente suave le atrajo hacia un lado de la
fuente y le señaló un lugar en las aguas. Una pizca de
tiempo después, un número indefinido de puntos negros parecía adivinarse en la
superficie acuosa. Según se iban haciendo más grandes se adivinaban otros
puntitos blanquecinos, algunos rojizos e incluso amarillentos y otros de color
rosáceo también empezaron a destacar. Al tiempo que aumentaba el tamaño de los
puntos, empezó a entender que se trataba de un grupo de personas reunidas en
algún lugar al aire libre.
-Los vemos desde arriba porque nosotros
somos dioses y estamos en,... bueno en el cielo. –dijo la alta, morena del pelo
largo.
-¡Ah!
Ahora entiendo. –consiguió decir él.
-Te
lo explico porque como tú no lo sabes,... En fin, tampoco quiero que te
asustes. Por lo general, vosotros los nuevos, no podéis hacerlo pero como hoy
es el primer día,...
-¡Ah!
Pues se agradece el detalle,...
-No
es nada, los dioses somos así. –dijo ella sin darse demasiada importancia.
-Creo
que le has caido bien. –dijo el del periódico deportivo.
-Ejem,...
–tosió molesto uno muy grande, de gigantesca melena rubia y hombros poderosos
que se acomodaba cerca del recién llegado y lo miraba de arriba a abajo.
En la
infinita movilidad temblorosa del palacio cristalino que suponían las aguas de
la fuente, se podía apreciar que una multitud variopinta se congregaba a las
puertas de un grisáceo edificio gigantesco y empezaba a formar una larga fila
que se adosaba a la pared y bajaba por la calle principal hasta llegar a la
avenida cerca del parque donde los vagabundos recogían sus pocas pertenencias
frente a varios policías malcarados.
-¿Están
buscando trabajo? –preguntó él.
-Chitss,
-le dijo uno grande y fuerte con el pelo rizado, que movía los hombros al ritmo
latino de la música que salía de sus auriculares.
-Todos
los años lo mismo, no aprenden. –decía otro que estaba sentado un poco apartado
del grupo, con un libro de Filosofía en las manos y dirigía miradas fugaces a
las nalgas de una gordita rubicunda que reía con grandes aspavientos.
-Me
apuesto mi corona a que alguno intenta colarse. –dijo uno bajito y fortachón
que vestía una especie de taparrabos gigantesco y unas botas de piel que le
llegaban hasta las rodillas.
-Todos
los años alguno intenta colarse. Tienes que dar más datos; La edad de la
amante, el grupo sanguíneo de la primera novia de su padre, el lugar de
nacimiento de su tatarabuelo, etc. –dijo alguien con tono desenfadado, desde el
fondo.
-Ya,
pues apuesto a que este año ese alguien que intentará colarse será hombre y
tendrá,... más de setenta años. –dijo con sorna, aquel bajito y fortachón que
vestía una especie de taparrabos gigantesco y unas botas de piel que le
llegaban hasta las rodillas. Un bufido de protesta general fue la respuesta a
aquel comentario. Una pizca de tiempo después,
grandes risotadas hicieron que el ambiente volviera a ser distendido y
agradable, dándose unos a otros sonoros palmetazos en la
espalda y los hombros.
-Sabes que todos los años alguien de más de sesenta años, hombre o
mujer intenta colarse. Lo hemos visto miles de veces. –dijo uno moreno y
grandísimo que se acercaba y golpeaba cariñosamente el hombro del
bajito y fortachón que vestía una especie de taparrabos gigantesco y unas botas
de piel que le llegaban hasta las rodillas.
-Además,
se han inventado hasta las más inverosímiles excusas. –dijo otro.
-¡Sólo
para avanzar unos metros! –dijo una que se sujetaba el vientre y se reía a
voces.
-¡O
incluso para ahorrarse una pizca de tiempo! –soltó
otro que se retorcía de risa, tumbado en el marmóreo suelo.
-Ja, ja, ja En el fondo es que no quiero perder mi corona y prefiero
apuestar sobre seguro. -dijo aquel bajito y fortachón de las botas de piel. Resonó
una nueva carcajada, sonora y general, que llamó la atención de un grupo que en
los jardines del Este debatía sobre la plantación del champiñón rojo en los
Montes Urales durante el solsticio de verano. Los doctores echaron una mirada
de curiosidad al grupo de la Fuente y siguieron con lo suyo.
-Si no
es la cola de la oficina de empleo, ¿de qué se trata? –preguntó él.
-Con
tantas preguntas te pones en evidencia. –le susurró la alta, morena del pelo largo-. Calla y mira. Lo vas a entender
enseguida.
-¡Ya
es la hora! ¡Atentos! –gritó la gordita rubicunda, al tiempo que con graciosos
saltitos, movía su divino cuerpo hacia el borde de la fuente. El del libro de
Filosofía se revolvió incómodo, dejó su lectura, fijó su vista en su punto de
interés y se aproximó a la fuente, procurando quedar cerca de tan alborotadora
colega. Todos congregados alrededor de la fuente, miraron las aguas y una pizca de tiempo después; las puertas del edificio se abrieron de
par en par y tragaron bocanadas de personas que corrían, se empujaban y
luchaban por conseguir su mejor puesto en la batalla. La edad, los achaques,
las dolencias, los problemas y la más mínima educación habían desaparecido para
dar paso al primer mayor desenfreno irracional del año.
-¡Mirad! ¡Mirad el de las gafas y la camisa a cuadros! –gritó el bajito
y fortachón.
-¿Cuál? –dijo uno ante la falta de datos diferenciadores.
-¿Cuál va a ser? ¡El que copiaba en el examen de Química desde el
primer año de Bachillerato!
-¿Al que no le gustaban los macarrones?
-¡El mismo! –aseguraba el otro.
-¡Ya,
ya! –decía el primero.
-Tú como no eres un dios, pues no puedes saber tantas cosas,... –le
dijo la alta, morena, del pelo largo.
-Eso es verdad. –reconoció él, a un paso de la depresión.
-¡Mira, mira! ¡Recien llegado, mira!. –gritó la gordita rubicunda
señalando un veinteañero que empujaba a una mujer de sesenta y siete años,
oficinista jubilada que vivía con su marido, taxista en activo, la hija
divorciada y un nieto que compraba revistas extranjeras por internet. (como comprenderá el lector, estos datos me
los ha proporcionado el grupo de la Fuente,...) El muchacho se abría hueco
entre la muchedumbre a codazos y la ex-oficinista, a su lado, le golpeaba la
pierna izquierda con el paraguas y apretaba con el codo, con la intención de
frenar su avanzadilla hacia la sección de electrodomésticos donde tres
aspiradores hechos en una factoria desconocida de Xi Loan se vendían a menos de
la mitad de su precio. Por el pasillo lateral, un asalariado de cincuenta y
nueve años, que viv... (bueno, ahorro
detalles y que me disculpe el grupo de la Fuente), lo cierto es que en las
aguas de la fuente, este individuo aparecía corriendo por la escaleras hacia la
tercera planta donde una señorita de gentil minifalda se refugiaba tras una
pila de televisores gigantes, montados en un miserable pueblecito de Taiwan y que
se podían comprar por la tercera parte de su precio original. Junto a la puerta
de entrada un hombre de pelo blanco se agachaba en ademán de atarse el zapato y
se colaba por debajo de la cuerda que impedía el acceso a la sección de
informática. En el bolsillo interior de su chaqueta llevaba arrugada la
propaganda que anunciaba la maravillosa oferta de una cámara digital montada en
un sucio taller de la India y al alcance del público por la tercera parte de su
precio en el mercado. El grandullón moreno estalló en grandes carcajadas y
dijo:
-¡Míralo! ¡Ahí lo tienes! –dijo otro, al bajito
y fortachón que vestía una especie de taparrabos gigantesco y unas botas de
piel que le llegaban hasta las rodillas.
-¿De quién hablas? –preguntó éste.
-¡Del que se iba a colar! –contestó el otro.
-¡Ah!
¿Es ése? No falla, siempre hay alguno. ¡Pero fijáos cómo sube las escaleras! ¡Parece
que tiene treinta años menos! -dijo el bajito y fortachón.
-¡Sería
una buena terapía para animarlos a hacer ejercicio! –reía otro. El recién
llegado miraba el espectáculo sorprendido y disfrutando del ambiente, se reía
cada vez más fuerte. Parecía sentirse a gusto.
-Pues
no te rías.–le dijo la alta, morena del pelo largo.
-¿Por
qué? –preguntó él con todo el miedo y la educación posibles.
-Porque
tú no eres un dios.
-Lo sé
pero, no entiendo,... –insistió él, que
empezaba a considerarse del grupo pero, sin poderes.
-Es
muy sencillo. El año pasado tú hacías lo mismo.
-Es
verdad. –reconoció él,
pensando que si de verdad le había caído bien a la alta, morena del pelo largo, tal y como le había dicho el del
periódico, la situación era bastante confusa. Pero como era recién llegado,
prefirió callarse y pensar. Pensó y llegó a la conclusión de que ella no estaba
falta de razón. Sintió que lo de la depresión le podia afectar a él directamente pero, que cabía la posibilidad de
que alguien más presentara síntomas de un trastorno maníaco depresivo cuyo
organismo hubiera creado un elemento de defensa o válvula de escape que consistía
en amargar la existencia de los demás en tan sólo una pizca de tiempo.
-Todos
los años es igual. –le dijo alguien que podía hablar y reír al mismo tiempo.
-Cada
año es más divertido. –aseguró la gordita rubicunda.
-Tendrías
que verlos cuando sale algo nuevo,... –dijo, sin quitar la vista del agua, el que
le miraba de arriba a abajo. Dentro de aquel espejo de la realidad humana que
suponía la superficie acuosa de la fuente, por todos sitios la gente corría
desenfrenadamente y se comportaba extrañamente mostrando unos rasgos, unos
actos que recordaban fielmente el origen de las especies. Él se dió la vuelta y
miró a su alrededor. La gordita rubicunda estaba caida sobre un sofá estampado
sin poder aguantar la risa y las carnes se le subían y bajaban en un hipo
nervioso que hacía las delicias del lector de Filosofía. A su derecha, otros se
abrazaban en un llanto incontrolable de una risa casi histérica e interminable.
El bajito y fortachón que vestía una especie de taparrabos gigantesco y unas
botas de piel que le llegaban hasta las rodillas, había caído a los pies de la
fuente y junto con una rubia altísima, golpeaba el suelo intentando controlar
la carcajada que les convulsionaba todo el cuerpo.
-¿Siempre
es así? –preguntó él.
-Ya
los has oído. Esto no cambia. Mejor dicho, cada año es más exagerado. –dijo el
de gigantesca melena rubia y hombros poderosos que lo miraba de arriba a abajo.
-¿Nunca
ha habido alguna mejoría? –preguntó tímidamente pero un gesto desdeñoso del de gigantesca melena rubia y hombros poderosos le convenció de que
era innecesario
responder. Repitió la pregunta pero nadie le contestó. Todos parecían haber
perdido cualquier tipo de esperanza en una posible recuperación o cambio lógico
en el comportamiento y la conducta de aquella especie que hululaba sobre las
aguas de la fuente.
Uno a
uno, todos aquellos importantes personajes que componían el grupo de la Fuente,
se fueron alejando del lugar, despareciendo por puertas o veredas que llevaban
a otros lugares. En sólo una pizca de tiempo, el
recién llegado se quedó solo y como no tenía nada mejor que hacer, intentó
sacar el teléfono móvil pero, no lo tenía en el bolsillo. Concluyó que
seguramente se lo habían quitado en el hospital, cuando lo del ataque al
corazón. Además bien pensado, seguramente allí no habría cobertura. Como
tampoco tenía música que escuchar, ni nada para leer, decidió que no sería mala
idea lo de seguir mirando sólo una pizca de tiempo más, el interior de la fuente. Había varias imágenes bastante nítidas pero
decidió prestar atención a un hombre de cuarenta y un años y a su mujer, de
treinta y ocho, que volvían a casa muy contentos. Un niño de nueve años seguía
mirando la televisión cuando ambos entraron en la casa.
-Hola,
cariño. ¿Qué estás haciendo? –preguntó ella.
-Aquí.
–dijo el niño en una especie de saludo-respuesta que parecía ser suficiente.
-¡Mira
lo que hemos comprado! –dijo el de cuarenta y un
años.
-...
-¡Cariño!,
mira lo que han comprado mamá y papá. –decía ella desenvolviendo un paquete que
todavía no había sacado de una bolsa gigantesca.
-¿Eh?...
-Es el
último modelo. –gritaba ella, mostrándoselo al niño, que seguía mirando al
televisor.
-
-¡Podías
elegir entre doce colores distintos, doce. Desde el verde fosforito hasta el amarillo
limonero con tintes esmeralda, pasando por el furscia Lady Gaga! ¡Una pasada! –dice
el de cuarenta y un años (que ahora sabemos que es el padre)
-Pero
éste es el más bonito,.. –aseguraba ella colocándose aquel artefacto al lado de
la mejilla izquierda.
-Además,
tiene estabilizador horizontal, secuenciador de imágenes en dos y tres
dimensiones, sistema potenciador de HJ 36, treinta canales de información útil
del tipo 'B' a 64 Kbit/s en conmutación de circuitos y un canal de señalización
'D' a 64 Kbit/s común a todos los canales 'B' que se establece por conmutación
de paquetes,... –vocifera el padre leyendo un papel, mientra abre la nevera y
tantea en busca de una cerveza.
-¿Eh? –dice
el niño aturdido por la imagen de una veinteañera que sale en televisión.
-Tú no
lo sabes porque todavía eres pequeño pero lo que tiene mamá en las manos,
además permite que el BCP guarde los elementos de información asociados a un
proceso específico, guardándolos en la memoria. –dice el padre desde una silla
en la cocina, con una cerveza en la mano y las instrucciones en la otra. Ella
se levanta y le arrebata el pequeño cuadernillo con un gesto de falso enfado.
Se dirige a la habitación donde el niño se aburre ante la aparcición de una
estrella de la tele. Vuelve la cara hacia su madre. Ella, consciente de que le
prestan atención empieza.
-Además,
como generalmente las siete capas producen un desaprovechamiento de la velocidad
de transferencia, aquí se utiliza,... el protocolo de sesión y se elimina la
necesidad de conexión, eso es,... la necesidad de conexión. –dice ella terminado
con la boca abierta y los ojos como platos.
-¡La
hostia en verso! –dice el de la cerveza.
-Y
además,… escúchame cariño. –dice ella a un niño que lleva escuchando diez
minutos-. Es el reloj que tiene una carátula con numeros y manecillas que indican
las hor... –dice ella casi consciente de que algo no cuadra en la información. La
cara de sorpresa del niño y la de falsa resignación del de la cerveza, le
confirman que algo se le ha escapado. El de la cerveza se levanta y le arrebata
el cuadernillo. Con aire se suficiencia, se coloca en mitad de la habitación y
se dispone a lee algo. Pasa
la vista a otra página y espeta:
-Esta
es una de las características que definen este modelo. Escuchadme bien porque
hasta ahora, no hay otro igual en el mercado. –dice hojeando el manual de
instrucciones.
-¿Qué
es? ¿qué es? –dice ella con la cara arrobada por el éxtasis.
-¡Aquí
está! El tipo de cimentación superficial permite emplearlo en terrenos
razonablemente homogéneos y de resistencias a compresión medias o altas. –asegura
el de la cerveza dejando la lata vacía sobre la mesa cercana y haciéndole un
guiño a ella para que vaya a la nevera. Pero ella no se mueve. Finalemente, el
niño decide preguntar.
-¿Para
qué vale?
-¿Eh?
–dice ella.
-¿El
qué? –dice el de la cerveza.
-Eso. –dice
el niño señalando algo que la madre mantiene junto a su mejilla. Los dos
adultos se miran, se remiran, se vuelven a mirar mutuamente, miran el aparato
junto a la mejilla de ella y fijan sus ojos sobre el niño, que los mira
inquisitivo.
-Bueno,…-dice
el padre.
-En
realidad,... -dice la madre.
-Bueno,
no es fácil de entender,... no te preocupes. –le dice el padre a un hijo que no
parece preocupado en absoluto.
-Todavía
no lo tiene nadie, es absolutamente nuevo. –espeta ella cargada de razón.
-¿Para
qué vale? –repite impasible el niño.
-...
No hay comentarios:
Publicar un comentario