VENDEDORA
DE SUEÑOS
Un
conocido, más que un amigo, me invitó a ver una de esas fastuosas
fiestas de fuegos artificiales que se celebran durante los meses de
verano. Para el objetivo de esta historia no importa mucho si fue al
lado del río Sumida o si fue en Yokohama, Fukuoka, Akita o cualquier
otro rincón más o menos famoso por sus petardos.
Me
hacía ilusión porque, para mí, los fuegos artificiales formaban
hasta ese momento parte de la fiesta, más o menos larga, de la
ciudad, de la región, pero nunca habían sido una fiesta en sí
mismos. Sí, aquello era la fiesta. Cohetes hacia un cielo negro que
se desparramaba en un arco iris de colores y formas infinitas. Una
belleza, una delicia.
Mi
amigo, conocido, iba con una chica que me presentó como su hermana.
De edad indefinida, pero de cara linda, redondita, delgada de cuerpo,
pero ojos negros y profundos, soñadores pero, eso me pareció, un
tanto tristes, o tal vez cansados. En ese momento no pude precisar.
Estuvimos
viendo aquel maravilloso, deslumbrante espectáculo, pero, al
contrario que mi conocido, que disfrutó como un mocoso con zapatos
nuevos, la chica, escondió su nombre real tras el de Marina, tal vez
para parecer más atractiva o más misteriosa, no parecía tan
contenta. Yo diría que incluso estaba triste. Me pareció ver un
repunte de lágrima en sus ojos y una arruga de dolor en su frente.
En
ese momento no supe como interpretar ese rostro. Una vez de vuelta a
casa le pregunté qué le había parecido. Le dije, como verdad que
era, que a mí me había encantado. Que era la primera vez que
disfrutaba de una fiesta de fuegos artificiales....
Una
porquería, fue su respuesta. Me sorprendió. La invité a que me
contara por qué había dicho aquello. Accedió, pero con la
condición de que la invitara a tomar una cerveza y que despidiéramos a su hermano. No le apetecía hablar delante de él. Lo hicimos. Nos quedamos solos y nos metimos en una cervecería. Al principio no
parecía muy animada para hablar del tema,hasta que se lanzó.
Hacía
un par de meses había dejado su trabajo. Había trabajado en una
joyería durante varios años. Era especialista en joyas, pero las
dificultades de la empresa, la malas relaciones con los empleados,
especialmente con los jefes y demás bombones imbéciles, inútiles,
escarabajos peloteros, así los definió, de los jóvenes, la había
llevado a renunciar.
Le
gustaban las telas, las ropas antiguas, el kimono y la yukata.
Alguien le había dicho que su figura parecía apropiada para vestir
esas ropas tan tradicionales y se había lanzado a ese mundo de
cabeza y sin freno.
Cuando
pensó en dejar el trabajo, lo primero que le vino a la mente fue
entrar en ese mundo que tanto le gustaba. Pero había que comer.
Buscó trabajo y lo encontró en unos grandes almacenes, aunque, en
principio, temporal.
Me
contó como el sistema de fabricación de las viejas ropas
tradicionales había cambiado tanto que de unos años a esta parte se
vendían yukatas como oniguiri para comer el mediodía. El sistema de
estampado había hecho que los colores se multiplicaran por miles,
que los diseños se multiplicaran por miles, que se hubiera podido
estampar sobre fibra de poliester, lo que hacía que el vestido
bajara considerablemente de precio y cualquier jovencita tuviera
acceso a comprarse una pieza que años antes hubiera sido imposible.
Ciertamente,
yo también me había ido dando cuenta de cómo había aumentado el
número de trajes tradicionales en ciertas épocas del año,
especialmente verano. Era más normal entre las chicas, aunque
también notaba que muchas de ellas no parecían saber cómo se ponía
aquella ropa y, además, que más que para vestir e ir elegantes, me
daba la impresión, era para agarrarse al novio de turno y llevárselo
a la cama la noche de fuegos artificiales.
Le
pedí perdón por mi posible grosería pero en realidad lo que hizo
fue darme las gracias porque ella había llegado en los dos meses que
llevaba trabajando a la misma conclusión.
Primero
me hizo referencia a las compañeras de trabajo. Una recua de yeguas
en celo, frustradas, que lo único que sabían era hacerle la vida
imposible a las nuevas. Después presumían de buenas formas y buenos
modales, cuando el bífido perfil de la lengua era una navaja
trapera. Acostumbradas a mandar en casa y sobre los hijos, no las
quería nadie, en última instancia las soportaban porque no merecía
la pena ir a la cárcel por hacer desaparecer un chorizo como aquel.
Había salido del Málaga de los hombres, para caer en el Malagón de
las mujeres.
Dios,
pensé, esta mujer rezuma estrés por los cuatro costados.
Después
vino la historia de algún tipo de clientes. ¿Habría que decir
clienta? Eran muy pocas las que sabían lo que realmente querían,
las que sabían realmente elegir. Eran generalmente personas de edad
madura que en su juventud habían sido educadas en las tradiciones,
tradiciones que habían quedado solapadas en su corazón pero que
ahora podían volver a fluir gracias a los cambios producidos en la sociedad y en sus vidas.
La
mayoría eran jovencitas acompañadas de sus madres. Jovencitas
ignorantes que no sabían lo que querían y madres más ignorantes
aún que tenían un comportamiento de cliente, cliente que, por
supuesto, siempre tenía razón, simplemente porque pagan, apostilló
Marina.
Después
estaban las que pasaban los treinta, mujeres independientes, con
trabajo, solteras, y con más ganas de casarse y quedarse en casa que
de otra cosa. Las llamó pescadoras de ballenas. Cuando me lo explicó
no pude por menos que soltar la risa. Eran damiselas, y lo dijo con
toda la ironía del mundo, muy en su papel de exigir derechos de
igualdad pero sin ninguna gana de cumplir con sus responsabilidades,
y que su deseo era pescar un pez gordo, un pez gordo cuya cartera va
llena de billetes. Era su único deseo en la vida. Y se explayó
contándome el caso de una oficinista de tres al cuarto que fue a
comprarse una yukata con el dinero que le había regalado su kare-shí
para que una noche de aquellas fueran a ver los fuegos artificiales
más famosos de la ciudad. Quería estar seductora y arrancarle el sí
aunque tuviera que pasar la noche con él en una hotel.
Yo
soy una vendedora de sueños, de sueños para gente que no los tiene,
para gente que no respeta, para gente muy pagada de su dinero y de
sus privilegios. En televisión aparecerá el espectáculo, la
maravilla del espectáculo, se hablará de la producción de yukatas,
de telas , de los gastos en cerveza, de los beneficios de los trenes,
de miles y miles de personas, pero no se hablará de que todo es
vacuidad, mundo flotante, nada, porque todo lo que se hace está
montado sobre un hedonismo momentáneo y sin raíces. ¿Comprendes por
qué no me puedo alegrar? No son los fuegos artificiales, es el mundo
que lo rodea, la zafiedad caliente que yo percibo en esos momentos.
Sí,
la entendí, seguimos charlando y tomando cerveza. La acompañé
hasta la estación más cercana de metro y ella se dirigió a su casa
y yo a la mía. Aquella misma noche compuse una pequeña historia que
lleva por título: Fuegos artificiales o la zafiedad caliente. Aquí
está.
Abrió
el libro para seguir leyendo a partir de la página en que lo dejara
la noche anterior. En aquella página había una cartulina separador.
Era una entrada a un museo. Una entrada ya usada. La entrada mostraba
un cuadro, un hermoso UKIYOE de un paisaje de hacía ciento cincuenta
o tal vez doscientos años. La visión del cuadro le hizo saltar el
tapón de los recuerdos embotellados en el cerebro.
El
primero, sin querer, aunque era tópico, el mundo flotante, se unía
a la expresión en el pasado de un mundo erótico más o menos
elegante, más o menos vulgar.
Pero
lo que él recordaba fue aquella noche majestuosa con una real
hembra. Aunque menuda de cuerpo, el fuego interior que la devoraba
logró que en un encuentro amoroso estallaran todos los resortes de
su cuerpo. No tenía palabras propias para explicarlo. Se le vinieron
a la mente unos versos de un poema que leyó hacía ya muchos años:
¿Cuál
es la causa, mi Damón, que estando,
en
la lucha de amor, juntos, trabados,
con
lenguas, brazos, pies encadenados
cual
vid que entre el jazmín se va enredando,
y
que al vital aliento ambos tomando
en
nuestros labios, de chupar cansados
en
medio a tanto bien somos forzados
llorar
y sospirar de cuando en cuando?
Amor,
mi Filis bella, que allá dentro
nuestras
almas juntó, quiere en su fragua
los
cuerpos ajuntar también, tan fuerte
que,
no pudiendo, como esponja el agua ,
pasar
del alma al dulce amado centro,
llora
el velo mortal su avara suerte.
Las
sensaciones de aquella noche no las había podido olvidar todavía.
Y
recordaba otra noche, noche de fiesta y fuegos artificiales, en la
que aburrido de su soledad, se fue a ver el petardeo que se
presentaba como uno de los de mayor capacidad de la urbe.
Los
fuegos artificiales habían sido maravillosos, pero había otras
cosas que no acababan de borrarse de la cinta de su mente. La
cantidad de chicas jóvenes que había, volviendo en su vestir a los
tiempos del cuadro en cuestión.
Yukatas
blancas con dibujos oscuros. Azules profundos con rameados. Azules
claros con fondos marinos. Rosas juveniles cargadas de flores. Toda
la variedad posible habida y por haber en el mercado.
Pero
algo no funcionaba. Las muchachas iban solas en ocasiones, con amigas
en otras. Apretadas a sus amores juveniles, más bien deslabazados,
mostrando toda la coquetería del mundo. Mostrando y queriendo ser
comidas por la envidia de los demás en una demostración de poderío
sensual que no, le parecía, llegaban a alcanzar.
Aquella
noche sintió la terrible realidad del mundo flotante. El público,
¿o habría que decir las públicas?, lanzaban sus agudas voces de
pollo resfriado al elevarse el petardo. Chachareaban sin descanso
intentando interpretar el espectáculo que tenían delante. Ninguna,
ninguno, manifestaba el más mínimo respeto hacia lo que veía. Era
un suspiro, un nada. Un anhelo de vanidad, de vacuidad, de vacío del
que todo el mundo se había olvidado a los cinco segundos.
La
belleza de los fuegos artificiales era lo de menos. Era mostrarse,
era mostrar sus encantos, tender una red de pegajoso amor mal
interpretado para que el pez no se saliera de la red.
No
era ese erotismo refinado que a veces se percibe en ciertos
ambientes. Era un erotismo zafio, polvoriento, pueblerino, queriendo
ser lo que no era... La fiebre de pollo rondaba la noche con el peor
de los gustos.
La
historia se la mandé a Marina. Le gustó. La había salvado del pozo
negro en que la había dejado el trabajo. Prometimos volvernos a
encontrar, lo que supuso el comienzo de una hermosa amistad que, si
pudiera pasar a más.....
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