LA PRINCESA DE LOS FUEGOS
ARTIFICIALES
¿Cuándo
nació la Princesa?, preguntaron los niños a la abuela.
Es una historia muy antigua. Tan antigua como el mar,
como la misma vida.
Era una país lejano y bello, como la misma belleza.
Tanto que, para nosotros, rodeados de tanta miseria y fealdad nos es
imposible imaginarlo.
Había una Rey y una Reina. Los dos eran muy buenos,
muy buenos. Tan buenos como la misma bondad.
Se querían tanto que, fruto de su amor, querían que
viniera al mundo un montón de principitos y princesitas.
Vivían en un palacio-castillo grande, grande y bello
como la más hermosa de las mansiones bellas. Rodeado de amplios
jardines en los que se criaban muchas flores, perfectamente cuidadas
por los jardineros más expertos.
Al cabo de un tiempo de feliz matrimonio, la Reina
empezó a sentir unas molestias extrañas en los oídos.
Oía unos ruidos que no sabía cómo interpretar,
porque era la primera vez que los sentía.
Así pasaron un par de meses de molestias, hasta que un
día escuchó una voz espléndida que le decía:
Mamá, no te preocupes. Soy yo, tu hija, Luz Brillante.
Ya estoy en camino y dentro de poco nos reuniremos. Vengo de un sitio
hermosísimo, bellísimo. Donde tú vives le llaman Venus. El paraiso
de la belleza y el amor. Unos corazones rebosan amor. Cuando eso
ocurre, uno de los habitantes de Venus va a la Tierra a unirse con
esa pareja que tanto se quiere. Yo soy vuestra hija.
La Reina estaba tan contenta que no sabía qué
hacerse. Era la impaciencia pura. Ayudada por sus criadas y amigas
que la aconsejaban, estuvo preparando toda la ropita necesaria para
su futura hija.
Pasó el tiempo y llegó la temporada de los calores y
las tardes de paseos a la vera de los ríos.
Los Reyes, queriendo que sus vasallos se divirtieran,
organizaron competiciones de fuegos artificiales.
Se dedicaban a ello los mejores artesanos del país, y siempre resultaba maravilloso.
Se dedicaban a ello los mejores artesanos del país, y siempre resultaba maravilloso.
Ese año la ocasión era aún más especial, porque ya
todo el mundo sabía que la Reina iba a ser mamá.
Entre la desembocadura del río y las playas del mar
cercano se prepararon todos los artefactos necesarios para los fuegos
artificiales.
Y empezó la fiesta. Tracas inmensas, con sonidos
ensordecedores que los miles de ciudadanos, vestidos con trajes de
todo tipo y color seguían embobados. Nadie pensaba que aquello fuera
ruido.
Subían y subían los fuegos y al explotar adquirían
las más diversas formas.
Los había que parecían caras de
payaso, otros sauces llorones, los había señalando una flor
concreta. Todos, todos, eran sencillamente maravillosos.
Unos, evidentemente, gustaban más que otros. Aquellos
que gustaban más eran aplaudidos con furor por el público que los
contemplaba. Pero hubo uno que sorprendió por su belleza y su
originalidad.
Era un lanzamiento largo, largo. A todo el mundo le
pareció que era una larguísima caña de bambú maravillosamente
diseñada.
Subió más que ningún otro y, de pronto, por la parte
superior, apareció la figura de la que parecía una niña. Una niña
como la de los cuentos de hadas. Ojos rasgados, pelo largo, negro y
brillante. Boca pequeña como de cereza madura. Su piel era más
blanca que el color blanco. Y era billante, brillante.
El corazón de lo presentes sintió una punzada. Era
como un presentimiento. Parecía una premonición de cómo sería la
hija de los Reyes.
Era, en definitiva, tan estilizada y bella que no hay
palabras para ponderarla. Piense cada cual como quiere que sea su
Princesa ideal y tendrá la respuesta.
La fiesta terminó. Los corazones estaban satisfechos,
contentos, superfelices. Esa noche todo el mundo pudo dormir y soñar
los mejores sueños.
A la mañana siguiente, en efecto, se había producido
el milagro. La Princesa había nacido y. al parecer, recibiría el
nombre de Luz Brillante.
Había nacido con aquel fuego artificial tan hermoso
que todo el mundo contempló. Todos, sin saberlo, pero sintiéndolo,
habían asistido al nacimiento.
Sus fotografías fueron publicadas en la prensa. Era
exactamente igual que todos la habían visto en los fuegos
artificiales.
Aparecía con los ojos cerrados y una sonrisa de
felicidad inconmensurable. Sus piernas, sus brazos, todo perfecto en
proporciones y formas. Era la belleza personificada.
Además de brillante en belleza, los adivinos le
auspiciaban brillantez en sus acciones, en su conocimiento, en su
vida. La Princesa Luz Brillante acabaría siendo la Reina del Mundo.
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