EL PASEO
Preciosa mañana llena de luz que
invita a pasear
con el ser que se ama. (M.B.)
El
día era espléndido, otoñal. pero con esa calidez que concede el sol a la vida
para que madure. La brisa marina aliviaba el calorcillo que el cuerpo empezaba
a sentir.
Salieron
de la casa, cogidos de la mano, dándose calor, transmitiéndose energía. No
hablaban, no era necesario hablar, miraban hacia el frente. La calle los
llevaba hacia el mar, hacia la playa. De vez en cuando se miraban y con los
ojos se contaban todo lo que querían contarse, todo lo que necesitan contarse.
Amor,
pasión, sentimientos que se transmiten con las manos. A veces él, o ella, se
sonreía y el otro rápidamente reaccionaba . Parecían decirse mútuamente que
eran unos pillos por decirse tales cosas, pero eran conversaciones íntimas,
privadas, conversaciones del corazón que nadie tenía derecho a escuchar. Si
alguien los hubiera escuchado se hubiera sonreido o estallado en una
carcajada:¡Qué tontos! Pero el amor es así, como vino a decir D. Quijote. El
amor los había vuelto a su pristino sentir de niños conservado en un cuerpo ya
grande .
Llegaron
a la playa, playa blanca, de arena fina, blanca como la luz del día,
resplandeciente, invitadora al paseo, a salir con la persona amada. Hacía
tiempo que querían ahacerlo pero las distintas circunstancias mútuas se lo
habían impedido. ¡Por fin!
Desnudos
de pies, entraron en la arena . Una arena cálida a pesar de las olitas que la
humedecían constantemente. Fueron hacia el oeste, allá a lo lejos se veía un
acantilado de paredes blancas con un faro en lo alto recortado en el azul del
cielo, cielo profundo como mar límpio sin medida.
Caminaban
despaciosamente, la palabra no era necesaria, los ojos eran más que suficientes
para decirse lo que tenían que decir, eran más que suficientes para el diálogo.
Eso les permitia hablar y sentir al mismo tiempo la brisa el sol la calidez de
las manos, del cuerpo del otro cuando iban muy juntos.
Decidieron
cuando estaban cerca del acantilado, con su altivo faro preparándose para su
trabajo nocturno, sentarse a descansar. Todo era tan agradable que acabaron
durmiéndose mecido el espíritu por el rumor de las olas marinas y la brisa que
se acercaba desde el otro lado del mar.
Cuando
se dieron cuenta ya el sol iba hacia su
puesta. Un sol rojo , como de vergonzoso sentimiento subido al rostro.
Precioso, cálido, invitador al amor sin medida. Ella le miró a los ojos ,
ciérralos, parecía decirle.
El obedeció. En un periquete, no había nadie, ella se desvistió y se metió en el agua , un agua cálida , más que apetecible. Entro en el mar hasta que el agua le cubrió medianamente el pecho. Abre los ojos, le dijo a él con el pensamiento. Sorprendido por tal reacción de la mujer le pidió que saliera del mar, que se iba a resfriar.
El
sol estaba en la esquina del acantilado. La muchacha iba saliendo del mar con
el sol de fondo recortándola sobre el rosicler de la tarde. Era la sirena, la
bella sirena que siempre había deseado contemplar saliendo de las profundidades
marinas.
El
también se quedó en traje de Adán y se metió en el mar. Se encontraron en el
punto justo en que el agua les llegaba a la cintura. Se abrazaron, en un abrazo
largo como toda la felicidad que se deseaban.
Se
hizo la noche y las estrellas empezaron a sonreir ante la belleza del amor que
allí se mostraba
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