La llamaba con la desesperación del náufrago que busca un
bote salvavidas. Sabía que era la única persona en este mundo capaz de sacarle
del pozo sin fin en que se encontraba.
La
llamaba, pero ella no respondía a su llamada. Era de la condición de los
ángeles y los ángeles se encuentran demasiado cerca del cielo y demasiado lejos
de los humanos, consideraba, como para atender tales minucias.
Se
ahogaba en su propia podredumbre, en su propia miseria. Tendía al pesimismo. Ya
había dejado de esperar esa ayuda que necesitaba. Había dejado de luchar. Ante
sus ojos se abría el pozo profundo y sin resquicio de luz de la muerte.
-¡Trágame!
-, pensaba. No iba a tirarse de cabeza en él, pero se dejaba llevar como las
hojas montan en el viento y se dejan transportar allá donde el viento quiere.
Había
empezado a resbalar por el agujero, sentía como flotaba en el vacío y como se
iba hundiendo en el pozo, cuando una fuerza superior a sus fuerzas le arrastró
hacia arriba.
Cuando
abrió los ojos estaba tumbado en un extenso prado florecido. Se incorporó, miró
alrededor. ¿Era aquél el prado que dicen se ve cuando se nace a la otra orilla?
Se
abofeteó la cara, puso la mano sobre su pecho, y le dolía. No parecía que
estuviera muerto, que fuera espíritu.
¿Qué
era aquello entonces? Alguien se acercaba. Se hizo la visera con las manos y la
vio. Llegaba fresca y radiante, vestida del blanco inmaculado de los seres
celestiales.
Su
sonrisa traspasaba el corazón más dolorido que existir pudiese. Su miraba
curaba las más profundas heridas. Su visión era alimento para el alma, pero
ella, previsora como diosa del amor y de la vida, traía alimentos para el
cuerpo. El no podía hablar. La emoción le había dejado mudo. Se conformaba con
mirarla.
Cuando
ella terminó de preparar el ágape, le dio el primer bocado. Sabía a felicidad. Se
prometió a sí mismo dedicar toda su vida a aquella figura celestial. Por una
vez en la vida tomaba una decisión.
Su
muerte se produjo a edad avanzada. Ambos amantes fueron depositados en el mismo
féretro. Su amor había sido tan fuerte que ni la misma muerte había podido
separarlos.
ANTONIO DUQUE LARA
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