Lo mismo que en primavera, en medio del otoño se
presentaban varios días de ocio y esparcimiento. Las cosas por hacer se
amontonaban pero había decidido darse un día de descanso y continuar trabajando
al siguiente.
Iba a ser
un día de movimiento del cuerpo, de patear los alrededores y no acordarse ni de
la sombra de los quehaceres hasta que el día siguiente apareciera en lontananza
rasgando el azabache de la noche.
Por la
mañana, tras un descanso reparador y tomar algo para que las fuerzas volvieran
a su ser, se montó en los zapatos y se puso a caminar.
Una de las
características de su hábitat era el terrero hecho a martillazos en que se
encontraba la ciudad en que vivía. Cuesta arriba, cuesta abajo. Eso favorecía
usar todos los músculos del cuerpo a la hora de caminar.
Una hora de
camino lo llevó al barrio en que había vivido por largo tiempo. Todo le
resultaba familiar. Era la hora del descanso. Un café y un bocado le dieron las
fuerzas necesarias para respirar y pensar qué hacer después de volver a casa y
ducharse.
Unos días
antes, en las escaleras por las que bajaba para cambiar de tren, había
contemplado un gran cartel en el que se anunciaba una gran exposición dedicada
al diamante.
El interés
personal por los metales o piedras preciosas para uso personal era nulo. Quizás
la asociación de tales objetos de valor con determinados grupos sociales y
personas en apogeo de su poder le tiraban para atrás. Tampoco el uso simbólico
social de anillos de compromiso ni tales romanticismos trasnochados,
parafernalia tras la que se esconde el orgullo, el deseo desenfrenado de poder,
de la comedura de coco comercial, no le atraían especialmente para su uso
privado.
Pero como
persona sensible a la belleza que se consideraba, podía admirar la espléndida
refulgencia de una piedra y la belleza que transmitía al portador de la misma.
Admirarla y gustarle. Uno no excluía lo otro.
En los
últimos meses, perdido en uno de los miles de canales televisivos que había,
pudo ver varios programas dedicados precisamente al diamante.
Las
profundidades de la tierra escondía en sus entrañas su codiciada piedra. Nadie
diría que era de la familia del carbón. Aunque todo el sistema de extracción
era más sofisticado y había menos accidentes, el sufrimiento de los pueblos
extractores, los menos beneficiados de todos en la cadena que lleva a la joya,
no podía ser olvidado a la hora de contemplar tal maravilla.
La
comercialización. El poder de la palabra de honor a la hora de comprar, el
sentido de justicia caballeresca o venganza, en caso de no cumplir la palabra
dada, formaba el segundo escalón de la cadena hasta estar en manos del cliente,
mujer en la mayoría de las ocasiones.
Una breve
historia de la forma de cortar el diamante, de los estilos, según épocas e incluso
paises. Algunos nombres de los grandes maestros, olvidados por su mala memoria,
eran el único bagaje que le había dejado la televisión.
Volvió a
casa, se aderezó, y tras comer algo, la tarde iba a ser larga, se dirigió hacia
el tren nuestro de cada día. Dirección, la colina de la cultura.
El pleno
otoño daba al cielo un color muy especial. El día era frío, el aire límpido, y
la ropa límpia. Aunque había un poco de todo, le llamaron la atención algunas
señoras, dos, tres, vestidas de kimono. No vestían diamantes. No los
necesitaban. En las manos alguna sortija con algo que se veía piedra, ¿diamante?
Realmente
iban elegantes. Habian elegido unos colores equilibrados con la estación del
año. Un diseño a través del cual se podía ir la mente a los árboles,
transformados en colores de todo el arco iris gracias a la sabiduria de la
naturaleza. Ciertamente las joyas no parecían hacer migas con el kimono, se le
ocurrió pensar al albedrío.
La estación
término estaba, como siempre, abarrotada, un hormiguero humano que se movía en
todas direcciones. Por la escalera que llevaba al lugar de la exposición, un
reguero de mujeres se apresuraba como pájaros cantarines,
Lo mismo va
todo este gallinero a ver la exposición, pensó. Pero dentro sabrán moderar su
algarabía, supongo.
Unos meses
antes había disfrutado del ambiente de los cerezos en flor. Ahora algunos
árboles aparecían teñidos del rubor de la vergüenza o de la sangre de tantos
muertos que mediaban entre la entrada de la primavera y la recta final hacia el
invierno.
Iba a ver
una exposición. No era hora de ponerse ni cínico ni trascendente, ni... triste,
pensaba. Pero lo cierto es que ese día carecía de acompañante con quien
compartir la visión de las obras de arte.
Llegó a la
ventanilla de los billetes y cuando iba a comprar su entrada, en la ventanilla
de al lado había un rostro que le resultaba familiar. ¡No! ¿Cómo era posible?
¡Violeta! ¿Cuánto tiempo hacía que no se veían? Mucho. Nada la había
transformado en su rostro juvenil. Aunque su vestimenta había dado un cambio de
trescientos sesenta grados. Vestía de kimono. Línea perfecta, cinturón acorde
con el diseño, un sobrepelliz que la hacían aparecer como sacada de un cuadro,
de una revista con fotos de moda.
Neófito en
el tema. sólo podía decir:¡Bella! Cuando la conoció era una veinteañera a la
moda. Entonces le pareció un poco extravagante, aunque todo le sentaba bien.
Un día, sin
saber por qué, le había insinuado que su figura le parecía muy apropiada para
usar kimono. Palabras que se dicen y surten efectos fulminantes. Ahora la veía
desde la altura del tiempo y no podía creerlo. Aquella frase le había dado un
vuelco a su vida. Se había convertido en diseñadora de kimono y de joyas.
Aunque no era experta en el diamante, tampoco le era extraño.
Aquello era
tener suerte. Se había encontrado con una belleza que le acompañara y además le
enseñara algunas cosas en las que él se encontraba in albis, que diría el
refrán. Y como diría el poeta, aquel día creía en Dios.
Se
dirigieron al edificio. Antigua residencia de uno de los Príncipes de
principios del siglo XX, tenía todo el gusto modernista adaptado al país. No
desentonaba en absoluto y al mismo tiempo se veía muy moderno.
Un amplio
salón daba la bienvenida al visitante. Se entraba por la parte izquierda.
Amplitud, techos altos, elegancia y adosadas a las paredes y en medio de las
salas, vitrinas con las joyas expuestas. Y mujeres, mujeres, mujeres. No era la
algarabía de la calle, pero sí un murmullo de sorpresa, admiración o suspiros
de resignación llenaban el ambiente.
Al igual
que su amiga, se habían aderezado para la ocasión. Le recordaba aquel acto
social de asistir al teatro en el siglo diecinueve, por el que las damas y los
caballeros mostraban sus mejores galas en los palcos y pasillos del edificio.
Símbolo de riqueza y poder.
La
elegancia era lo importante. Las damas reunidas en los salones de la
exposición, antiguos salones de baile al albur, no estaban quizás a aquella
antigua altura, en su conjunto, pero los ojos que observaban no sabrían decir
si muchas de ellas iban a ver o a ser vistas.
Algunas,
veinte, treinta años, lucían perlas en competición con los collares y diademas
expuestos en las vitrinas. Perfumes de todas las categorías se esparcían por
las habitaciones. El ambiente era embriagador, lo que hacía que tal vez las
damas y damiselas se vieran más bellas.
Alguna que
otra iba un poco demasiado descotada, lo que le daba a su aspecto el deseo de
querer colgarse el collar de brillantes que tenía encasquetado alguna de las Princesas
que completaban la exposición en forma de cuadro.
Había
también estudiantes de diseño, como su acompañante, a las que se oía hablar del
tipo del corte de las piezas, de qué escuela habían salido las mismas, quién
había sido el maestro cortador. Y las había que
estaban observando una pieza hasta colocarse delante de todos los
presentes.
La bella
Violeta de kimono, le hacía comentarios oportunos o le respondía a sus
preguntas, novato al fin y al cabo, con toda la delicadeza del buen maestro.
¡Cuánto
había cambiado! Había sido una lotería encontrarse con ella. No la había
olvidado, pero ahora le gustaba más. A partir de entonces no sabía si le
quedaría el recuerdo de la exposición o de ese ángel de luz que se había
cruzado en su camino.
Varios
cuadros completaban la exposición. Reinas, Princesas, Damas principales de la
Europa de los siglos dieciseis al veinte. Todas pintadas por los mejores
pinceles y enjoyadas en un alarde de
realzar la belleza de las damas y de las joyas.
Tal vez hoy
en día sería una ornamentación demasiado recargada. El adorno actual era más
simple. Fue pensarlo y a su lado dos jovencitas soltaron la frase: “ Demasiado
recargado”, y dieron la vuelta sin dignarse echar una mirada al conjunto de la
pintura.
No es
precisamente un comentario tan subjetivo, según los gustos personales, la mejor
forma de valorar el arte, aunque en toda valoración lo subjetivo tenga un peso
importante.
Un suspiro
se escapó de los labios de una treintañera. Se dieron la vuelta y vieron a una
chica enfundada en un traje vaquero, elegante, bien proporcionada, en su
estilo, que hablaba con una amiga.
“ Como no
se case una con el director de una compañía...”
Una
exposición de tal guisa estaba tocando los puntos más sensibles y escondidos de
las damas en cuanto a deseos reprimidos, ambición o vacuidad se refería. Las
piedras salían de lo más profundo de la tierra, arrastraban el hambre y la
sangre de mucha gente y venían a encaramarse en una bella representación de los
deseos del hombre, deseos no siempre loables, por otra parte.
¿Y los
caballeros? Ciertamente eran pocos. Algún que otro rechoncho satisfecho que
miraba a la esposa con resignación y pena, como diciendo: “¡Qué pena no poder
comprartelo!”, o el que tenía un brillo en los ojos con el que afirmaba que
cuando salieran de allí le iba a comprar algo a su acompañante.
Del siglo
XVI al XX. De los maestros antiguos a las marcas más significativas de la
actualidad. Una piedra que brilla y corta como el viento qua hacía aquella
tarde al salir del edificio.
La belleza de su amiga, el brillo de las
joyas y la reacción del paisanaje habían sido un verdadero regocijo. Tras ellos
quedaban las lágrimas del continente negro, de miles y miles de personas que a
distancia embellecían el cuello de cisne de las Princesas.
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