LA GUITARRA
El concierto estaba programado para las
ocho de la tarde. Como siempre, en estos casos, la gran sala oficial en que se
iba a desarrollar el acto estaba repleta de público, bien compuesto, elegante,
maravillosamente atildado para el evento.
Joaquín se encontraba un poco cortado.
Sus vaqueros medio raidos y sus zapatillas de tres años atrás le daban un
aspecto extraño, casi de pedigüeño asqueroso. Si a eso unía su cara cadavérica
de opiota empedernido y borrachín de barrios bajos, el contraste no podía ser
más evidente.
Mientras desde el fondo oscuro de sus
ojos iba observando a la gente que le rodeaba, una sonora ovación le asustó y
le sacó de su ebrio sopor de marihuana y coñac.
Un hombre de unos cincuenta años,
bajito, regordete y lustroso, salía desde el fondo aterciopelado del salón, con
una guitarra en la mano. Su traje, le pareció a Joaquín, era uno de tantos de
los que se veían en la ciudad cuando un grupo de gentes pertenecientes a
cualquier extraña agrupación acudía a la ciudad.
Lo único que le llamó la atención de
traje tan vulgar fue la corbata. No era una corbata normal. Ni la corbata
convencional de los burócratas de turno, ni la odiosa pajarita de las
recepciones oficiales. Aquello era distinto. Desde el trasfondo del cuello le
salía hacia adelante un hermoso lazo de color rojo. Le pareció un lacito de
niña encopetada en domingo cuando pasea al lado de su hombre y quiere dar la
nota.
- Encantador, pensó Joaquín. Me lo
comería a besos y luego me ahorcaría con su corbata.
Intentó mirar el programa de mano y
saber quién era aquel tipejo extraño que iba a deleitar sus sucias orejas.
Estaba tan aturdido que decidió llamarle Ernesto. Sabía que no era su nombre
pero, al fin y al cabo , daba lo mismo. Allí lo único importante era la música,
maravillosa droga que no había que aspirar y no quemaba los pulmones.
El estúpido aplauso dejó de sonar y el
silencio que le siguió olía a cementerio.
La guitarra, maravilloso cuerpo de mujer
desnuda, se encaramó entre las manos del artista. Con un golpe seco se rasgaron
sus entrañas y de su boca las notas volaron como palomas buscando libertad.
...GRANADA...
Granada, rojo atardecer de la Vega. En
lo alto de la Alhambra, desde las misteriosas ventanas del Salón del Trono,
cúpula ascensional y mocarabérica, observaba al Paseo de los Tristes. Allá al
fondo, río Darro incluido, una suave niebla se levantaba sumergiendo al
visitante en un éxtasis sensual perfecto.
A los pies del monumento, sentado
delante del Bañuelo, lo miraba en su plena majestuosidad. El cielo estrellado
le traía a su lado el recuerdo del cuerpo ardiente de su amada.
Subió por las estrechas callejas hasta
la Plazoleta del Beso. Rosa le hablaba quedo al oido. Los besos habían agotado
las palabras y sólo la mente volaba por encima de los picos nevados de la
sierra. Una luz indecente vigilaba sus caricias. Por debajo de la luz una
especie de extraño garabato se reía de ellos.
- Es un número, decía Rosa.
- ¡Que no! ¿No ves que es un paraguas?
- Oye, tú estás borracho.
- ¿Que yo estoy borracho? Oye, tú,
ninfómana, no te pases...
Herido en su machismo a ultranza por las
palabras de Rosa, quiso levantarse y dar unos pasos hacia adelante. En su
estúpido deseo de querer demostrar que estaba sobrio, fue directo hacia la
fuentecilla que había en el centro de la plazuela. Rápidamente pudo sujetarse,
pero a punto estuvo de caer de bruces, a no ser por el brazo de Rosa. Gracias a
ella sólo su cabeza recibió un buen chapuzón.
- ¡Por todos los diablos! Esto no estaba
aquí antes, gritó. Rosa no pudo contener la risa. Lo acarició dulcemente en el
pelo, lo besó largamente y haciéndole eco a las estrellas decidieron dar un
paseo.
...RECUERDOS DE LA ALHAMBRA...
- Oye, ¿este cacharro funciona?
- Claro, hombre. ¿Ves lo malo que parece?
Pues con este cachibache he hecho mis mejores fotografías.
- Tú, que eres profesional, rió Joaquín.
- Venga, vamos, que tengo ganas de salir
guapa en las afotos.
Con su aspecto de turistas desnutridos
subieron la larga cuesta que los llevaba a la entrada de la “Casa Roja”
El agua, eterna compañera del sueño,
corría por los arrayanes y los surtidores. El cielo estaba límpio y el calor
era sofocante. Perdidos en una de las tantas salas del monumento, Rosa se sentó
en una de las ventanas que daban a los patios.
- Así, quieta, dijo Ignacio. ¡Preciosa!
Como por encanto, con la velocidad del
gamo, Joaquín se arrodilló ante Rosa y con su mano en los labios formaron una
pareja escultórica.
En
ese momento el flash iluminó la estancia y una sonora carcajada brotó de sus
gargantas.
LA
GUITARRA II
...CAPRICHO ARABE...
- Mira, allí viene Juan. ¡Juan, Juan!
- ¡Hola, golfantes! ¿Qué haceis aquí?
- Pues nada. Esperándote, contestó
Joaquín.
- Con que esperándome. ¿Y esos cubatas ,
qué?
- ¡Hombre!, respondieron al unísono Rosa
y Joaquín, ¿Están tan baratos!
Los tres rieron de lo lindo y empezaron
a beber como cosacos. Aquella noche la cena fue buena y copiosa. Las chuletas
que Rosa había traido de su pueblo se las comieron con la velocidad del rayo.
Dado el estado de embriaguez de Joaquín,
le sentó mal la comida. Y lo malo, pensaba, es que mañana nos espera el jefe
para el examen. Para eso estoy yo, para Infiernos.
- Sinvergüenza, le gritaba Rosa desde la
cocina. ¿Para eso traigo yo las chuletas, para que tú las desperdicies con tus
vómitos?
- Rosita, Rosita, de verdad, yo no
quería. Eso es, sí señor, decía con su lengua estropajosa Joaquín. Eso es,
¡Hip! Si yo...!Hip! Eso es, es la coño-cola la que tiene la culpa. Los voy a
demandar, ....sí señor....
Entre Juan y Rosa lo metieron en el baño
y le dejaron caer el agua fría de la ducha sobra la cabeza.
...SERENATA INGENUA...
- Bueno, titis, ahora a bailar.
La noche era fría, pero el vino que
bebieron durante la cenales hacía sentir en el cuerpo un calorcillo especial.
- Pero Joaquín, le susurraba Carmela al
odio, que tengo que ir a dormir a mi casa.
- De eso nada, chati. Tú esta noche
duermes conmigo.
- Sí, eso es lo que tú quisieras. ¡Que
no, que me voy!, contestó Carmela entre sensual e ingenua.
- Sí, sí, ya te aguardarías. Además
¿para que te salgan los lobos y te despedacen por el camino? ¿no te sirvo yo,
gatita?
En un diálogo de alucinados, Carmen se
dejó convencer en su púdica vergüenza. Joaquín sabía que si terminaba con ella
en el catre no iba a ocurrir nada. Estaba preparado y tampoco le apetecía
demasiado comprometerse a tanto con aquella mujer, pero le resultaba divertido
la idea de romper los esquemas de puritana tan especial. Sentía aprecio por
ella, pero quería demostrarle que la vida no se encerraba en aceptar el orden
establecido de forma tan cerrada y estricta. Siempre cabía un margen de ocio lo
suficientemente amplio como para que no hubiese ningún tipo de peligro en los
esquemas prefijados por la sociedad. Al fin y al cabo los hombres no eran tan
lobos como ella decía.
Entre risas y acaramelamientos, las tres
parejas subieron , Cuesta Chapiz arriba, hacia el Sacromonte.
...EL BOLERO DE RAVEL...
Joaquín y Carmen se despistaron de los
demás. Se perdieron en la pista lenta que había en la cueva y, como dos
carneros enamorados, enlazaron sus cuerpos al ritmo suave de la música.
- Oye, so fea. Eres una mentirosa.
- ¿Que yo soy una mentirosa?
- Sí, so choriza. Me has engañao.
- ¿Ah, sí?, respondió Carmela haciéndose
la interesante.
_ Sí. Porque sabes bailar mejor que yo.
Y ahora te toco el culo.
- ¡Quieto!, dijo ella riendo.
- Anda, tonta....
Cualquiera que estuviera observando la
escena diría que la pareja estaba entrando en trance. Pero cuando Joaquín
bajaba la mano por la espalda de Carmela para acariciar su sugerente trasero,
ésta, en un rapto de inspiración, se le desplomó en los brazos llorando.
- ¡Eh! ¡Vamos!, decía Joaquín mientras
la arrastraba hacia uno de los apartados de la sala. Le dio un pañuelo medio
sucio y la sentó a su lado.
- Leche, tampoco es esto, pensaba
Joaquín. Que no la voy a violar. Siempre tiene que dar la nota... ¿Será
posible?
- Vamo, ¿qué pasa?, dijo un poco furioso
en su mala lucidez.
En su histerismo lloroso, Carmela fue
desgranando toda una serie de cosas que Joaquín no entendía. La hermana, el
novio, el no sé qué de un rapto.
- ¡Ay! ¡Mi hermana es muy desgraciada!
¡Cabrón! Que na más que eso es mi cuñao, un cabrón.
- Bueno, bueno, no es para tanto. Mira,
ahora no entiendo nada de nada. Me lo explicas mañana ¿vale? ¿Así vamos a
celebrar la quiniela?
Entre tanto, las otras parejas se
acercaron a ellos, encontrándolos en un diálogo deshilvanado y borracho en el
que cualquiera que no estuviera igual se hubiera reido de lo lindo.
- Vaya par de tórtolos. Nosotros
buscándolos y ellos aquí pegándose el lote, dijo Antonio.
- Si supieras, seguro que no dirías eso.
- ¿Qué ha pasado?
- ¿Qué ha pasao? No, na de na. La
muchacha que se ha puesto histérica y ha empezado a llorar.
Mientras les fueron explicando lo
ocurrido, salieron a la calle y una fría bofetada de la noche les refrescó la
mente a todos.
...EL AMOR BRUJO...
La habitación era lo suficientemente
amplia como para albergar una cama, una mesita de noche, un armario y un flexo.
- ¿Tienes un pijama?, preguntó Carmen
mientras Joaquín se desvestía.
- ¿Un pijama? ¿Para qué quieres un
pijama?
- ¿Para qué va a ser? ¡Para ponérmelo!
- ¡Ah! Claro, claro... Sí, debajo de la
almohada está.
Mientras Carmela se iba al cuarto de
baño a cambiarse, Joaquín se metió en la cama y la esperó totalmente alucinado.
- Se está bien aquí, dijo Carmela al
volver, metiéndose en la cama contra la pared. ¿Tienes música? ¿Qué tienes?
Joaquín alargó la mano hacia el cajón de
la mesita y sacó varias cintas de casete.
- Rasmaninov, Bettoven, Albéniz,
Falla....
- Pon a Falla, por aquello de que
estamos en Granada.
Tonta hasta el final, pensó Joaquín
poniendo la música.
En la radio-casete empezaron a sonar los
primeros compases del “Amor Brujo”. Mientras tanto Joaquín se fumó un
cigarrillo y entablaron una charla entre animada y tonta. Joaquín apagó la luz
azulada del flexo. En la oscuridad del cuarto y a los acordes de la música,
Eros entró por la ventana. Las manos de Joaquín comenzaron a palpar las ropas
asustadas de Carmela. Entre tiras y aflojas, reproches y risas, las manos se
deslizaban por el cuerpo de la muchacha.
De pronto, un ruido estrepitoso hizo
venir al cuarto de Joaquín a sus compañeros de piso.
- ¿Qué ha pasado?, preguntaban mientras
encendían la luz.
- Un terremoto. ¡Ahhhhhh! , respondieron
desde el suelo.
Tras los últimos compases de “Los
Rumores de la Caleta” estalló un estruendoso aplauso. El hombrecillo de la
cinta roja en el cuello saludó al público radiante de felicidad.
Joaquín se enderezó como pudo y salió a
la calle. Caminaba hacia la Judería, que lo esperaba con los brazos abiertos.
En su estado no veía nada ni a nadie de lo que le rodeaba.
Al torcer una de las esquinas se quedó
mirando sorprendido. Aquel no era un ser de este planeta. Medias plateadas y
con calados sugerentes, falda lujuriosamente corta y una blusa ajustada hacían
resaltar una especie de ojillos que se encendían y apagaban en lo que alguien
diría que no era sino un prominente pecho de mujer.
- Oiga, ¿qué planeta es éste?, preguntó
tocando uno de los botones. Una sonora bofetada lo tumbó en el suelo mientras
la calle estalló en una carcajada grandiosa. A los pocos segundos, su amigo
Mustafá y la Niña de la Mochila Azul le levantaron del suelo.
- ¿Qué te ha pasado?, le preguntaron.
- ¿Eh? ¿Dónde estoy?
- Aquí, en la calle Deanes, junto a
Plateros.
- ¿Qué ha pasado? Pues no lo sé, tios,
no lo sé. Pero nunca creí que con una guitarra se pudiera flipar tanto.
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