El
calor era asfixiante. Tras un verano que estaba más cerca del otoño
y del invierno, un verano de frío y lluvías, con temperaturas
anormalmentes bajas, en los últimos días del mes, el cielo se
desnudó dejando al sol en plena luminosidad. El termómetro subía y
subía. El humor también se decantaba por los derroteros de lo
negativo.
Un
día tuvo que desplazarse lejos de su lugar de residencia. Un trabajo
eventual lo reclamaba. La situación económica no estaba como para
tirar cohetes. Despreciar cualquier oportunidad de llevar unas perras
a casa hubiera sido un pecado de lesa economía.
Salir
de casa y sufrir la flama del día todo fue uno. Un poco más y se ve
con el cuerpo rodando por el suelo. El bofetón de aire caliente fue
tan fuerte que casi no pudo mantenerse en pie.

Por
fin el tren y un asiento, a pesar de que había más gente de la que
esperaba. Abundaban los niños esos días en los trenes semivacíos.
El resto del año no era normal encontrarse tantas familias juntas.
Mujeres con mujeres, hombres con hombres, viejos con viejos, jóvenes
con jóvenes era lo normal. Y los niños perdidos en trenes llenos,
molestando. Niños al fin y al cabo, pero nadie les llamaba la
atención.
Ese
día parecía diferente. La relajación de las vacaciones permitía
que niños y mamás, ¿dónde andaban los papás?, charlaran,
comentaran sin demasiados aspavientos.
Un
niño, un cochecito, papá “americano”, paseaba su ávida mirada
por el vagón. Lindo de toda lindura. Fijó sus grandes ojos en una
jovencita de redondo y bello rostro. A cuál más bello. Tiene buen
gusto el muchachito.
Alrededor
todo el mundo miraba embobado. La escena estaba cargada de simpatía,
ternura, gracia, alegría..., sentimientos tan necesarios en días de
excesivo calor.
Como
el trabajo era lejos, lo mejor era tomar uno de esos trenes que
llegan a su destino antes que el pensamiento.
Han
acortado distancias, han acortado el tiempo, pero parece que han dado
velocidad al reloj interior de las personas. Si no hacemos lo que
queremos hacer en un trís con trás, el mal humor se sube a la
azotea, las malas caras hacen su aparición y la palabra se convierte
en violencia.
Como
toda violencia es mala, la brutalidad masculina acentúa sus
caracteres, mientras la femenina, bífida lengua ¿seductora? de Eva
clava la puñalada hasta la bola. Pero eso no importa.
Algún
que otro ejemplar, alterada madre por el calor y las prisas, soltó
palabras que no son para reproducidas. Educación se llama eso.
El
viajero se sentó en el número que tenía asignado. Tal vez las dos
horas de viaje iban a ser solitarias con su sombra y algún libro
perdido en el fondo de su equipaje... Pero no, ya desde antes de que
el tren partiera, compañero al canto. Entre treinta y cuarenta años,
ojos de exhaltada hombría frustrada, Cerveza en mano y algo para
picotear en lata de frutos secos.
-
Mierda, fue la primera palabra que soltó al sentarse. Miraba hacia
adelante. El compañero delantero había echado el asiento hacia
atrás. Miraba ¿la señal del servicio? A veces miraba hacia el
foránero de la ventanilla, y también hacia su móvil.
_
“¡Madre!”-, pensó el forastero. Pelos de punta y ojos
alcoholizados de cerveza ¿y odio? ¿frustración?
-
¿Qué mierda piensa este tipo? ¡Qué remedio! ¡El muy imbécil! -
piropeó lo suficientemente en voz alta como para que el viajero lo
oyera.
El
foránero leía algo, foráneo, por supuesto. Y el tipo del pelo
tieso y mirada asesina lo miraba con cara de malas intenciones.
¿Los
gritos habían sido al móvil o al foráneo? Situación lo
suficientemente ambigua como para no perder un punto de los
movimientos del alcoholizado.
La
cerveza hizo efecto. El sueño se apoderó de la tarde. Al otro lado,
la mamá, muy educada, más jóven que las jóvenes niñas. se
maquillaba bellamente. ¿Cómo criticar a los jóvenes?, pensó el
foráneo.
-Por
fín se largó el borracho, histérico, patético. Por fin se
largaron las bellas contaminadoras de perfume de tren . Por fin llego
a mi estación.
Tomando
una cerveza, recordaba los pequeños detalles de una tarde de
exaltado calor.
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