LA
LUNA Y EL TIFON
A
vuela pluma y contra el tifón, echó la mirada al cielo, las nubes
volaban como Ferrari en Fórmula 1. El viento soplaba arremolinado.
Afortunadamente
no llovía. El paraguas, como tantos despistados en días de lluvia,
lo había dejado olvidado en algún lugar de la urbe. No sería
extraño que hubiera sido en el tren. Volvió a mirar al cielo. La
Luna rielaba por entre las nubes. Una Luna grande y redonda en noche
de Tifón.
¿Era
la Luna la Muerte? ¿O sería la Madre nutricia que arrastra la vida
tras de sí? Cada luna el fruto del hombre tomaba forma fecundando a
la hembra. Era la vida explotando en el ser más bello de la tierra.
Atractivas
y dicharacheras, seducían al macho garañón y lo amansaban como si
de un potrito se tratara. Ellos creían que seguían mandando sobre
las hembras, pero eran las pomorosas cumbres femeninas y el
inexcrutable perfume de sus altamiras ocultas lo que arrastraba a
cautos e incautos.
¡Quién
sabe qué se comerían los Primeros Padres allá en las dulces y
verdosas sendas del Paraiso!
Podrían
poner barreras, destrozar los huesos, quemar en la hoguera impúdica
de las normas al uso lo que la naturaleza buscaba, pero ésta siempre
encontraba su camino de supervivencia.
Aquella
noche había terminado con el frío metido en los huesos. Se bañó,
se calentó la médula espinal, tanto era el frío que tenía, se
tomó un vaso de leche y una aspirina y se fue a la cama acompañado
en sus sueños, como dice la copla.
Dices
que duermes sola
y
mientes como hay Dios
porque
en el sueñecito
dormimos
juntos los dos.
Se
durmió profundamente, como pide un buen resfriado.
Serían
las siete de la mañana cuando, entrando los primeros rayos de sol
por la ventana y trinando los pájaros en los árboles, abrieron los
ojos. Se encontraron enlazados como la hiedra y el árbol, besándose
tierna y pausadamente, meloso saludo matinal, mirándose a los ojos
como sólo los enamorados de siglos saben hacerlo.
El
viento, la lluvia, la luna.... los habían unido en un paraiso sin
fronteras en el que sólo la ternura tiene su existencia.
ANTONIO
DUQUE LARA
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