Acababa
de leer un artículo de revista en el que el entrevistado aseguraba que la mejor
cultura televisiva era aquella en la que la televisión estaba siempre apagada.
Como queriendo llevar la contraria
al intelectual de turno, llegó a casa, encendió el acondicionador de aire y se
dispuso a preparar la comida.
Había encendido la televisión, pero
era un ruido de fondo que nada decía porque no le llegaba con claridad el
contenido del programa hasta el lugar en que se encontraba.
Terminó de prepararse la cena. Iba a
cenar, a tomarse una cerveza y disfrutar de un programa cultural que le
encantaba.
Consideraba que la televisión, al
fin y al cabo, era como todo. Dependía del uso que se hiciera de ella.
Estaban presentando un museo, el
Gran Museo de la Ciudad, especializado en esa larga época que enlazaba la Edad
Media con la Contemporaneidad. El locutor preguntaba a una chica, vestida de
verano, de yukata, azul, rameada, de algodón. Hacía bella a la muchacha que ya
era bella de por sí. Lindamente maquillada y recogido el pelo en un moño no
demasiado elevado.
Las resonancias sensuales de su
mirada, del peinado, de la figura moviéndose en la pantalla eran como para
dejar turulato a cualquiera.
De pronto dio un repingo en la
silla. ¡Era ella! Sí, era la misma chica que le había guiado por el museo
dándole tan estupendas explicaciones. Ahora lo entendía todo. Se había
lindamente burlado de él. Había sido una burla simpática, por lo que no se lo
tomó a mal. Al contrario. Le empezaron a fluir, mientras veía el programa, las
imágenes de ese día. Ella no era nada más que una visitante como él en el
museo.
La canícula de verano se iba
acercando. El calor era intenso, lo que unido a la humedad del tiempo de lluvía
hacía que los días y las noches fueran poco menos que insoportables.
La noche anterior había dormido
poco. Se le ocurrió la idea, maldita, pensó en algún momento, de empezar a leer
un libro cuyo título era “Una noche en el Museo del Prado”. El visitante del
museo se había quedado dormido en un rincón y cuando se despertó ya estaba
cerrado. Se dispuso a pasar la noche allí cuando las figuras de los cuadros
empezaron a hablar entre ellas, de cuadro a cuadro, incluso salían de los
mismos para darse un paseo por el museo.
Ante tan singular espectáculo, el
espectador pasó toda la noche en vela y el lector también. Al día siguiente
tenía que levantarse con las gallinas. El sueño le hacía arrastrar los pies,
pero no estaba el horno para bollos. Quedarse dormido podía significar tener
que hacer más de un ayuno.
Cumplió y se fue a trabajar. El tema
de la clase del día era el clima y su influencia en la vida diaria:
Alimentación, vestido, agricultura y un largo etc., del que muchas veces nadie
era consciente.
Tuvo que arrearse más de un pellizco
para no quedarse dormido. Terminó a mediodía, comió algo y se fue camino del
pluriempleo.
El cansancio pudo con él. Se quedó
dormido y se pasó de estación. Cuando despertó estaba en una estación en la que
nunca había estado. Le sonaba por los luchadores de sumo y cosas así. Además
sabía que por allí estaba el Museo de la Edad Media, o como se llamase.
Bueno, pensó, no todo va a ser
penar. Hoy el trabajo empieza más tarde. Esto puede servir para culturizarse.
Bajó del metro, preguntó la
dirección del museo y se dirigió hacia allí con todo el gusto del mundo. La
amplitud del espacio, el olor a verde fresco, la fragancia del viento, no
demasiado fuerte, pero con resonancias de tifón, hacían de la tarde una hora
llena de buenas espectativas.
Llegó a la taquilla y compró el
billete. La exposición permanente estaba en la sexta planta. Una larga escalera
tubular le llevaba hacia arriba. Algunos kimonos y yukatas jugaban a una
especie de bolos medievales. Quedaban plenamente integrados en el paisaje.
Conforme iba subiendo la escalera
automática, las paredes iban mostrando figuras de antiguos cuadros, de antíguas
épocas, con su belleza particular, con sus trajes peculiares, generalmente
coloristas y agradables.
Figuras que ya había visto en reproducciones
de libros o en televisión. Kimonos de alta costura, veraniegas yukatas
estampadas para todas las edades que equilibraban los cuerpos dejándolos en el
misterio hasta que fueran descubiertos en el juego del amor cuando a cada cual
le tocara.
Tiempos pasados que ya no volverían
pero que dejaban en el alma del visitante un cierto sabor nostálgico.
La escalera llegó a su destino. El
billete, como si de un metro se tratara, entraba por la máquina. Las
anaranjadas azafatas agradecían la
visita.
Cruzar la entrada y llegar al centro
del puente, punto cero de la antigua ciudad y referencia de la nueva. Sorpresa
de técnica y reproducción. Miniaturas que iban contando minuciosamente el
correr histórico, cuatrocientos años, de la megalópolis, hoy uno de los
conjuntos neurálgicos de la política y de la economía mundial.
Barcos en el río, pinturas con la vida
de la gente según el grupo social, imprentas, pintores al uso, costumbres, el
parto y un largo etc.
En una esquina la vio. Como dice la
copla, estaba como sacada del cuadro. Parecía como si de alguna de las estampas
de la entrada se hubiera escapado para ponerse delante de la sección que
hablaba de las ropas tradicionales. Llevaba un libro en la mano. Pudo ver que
estaba escrito en su idioma, por lo que se atrevió a preguntar si formaba parte
del grupo de guías del museo. Ella, ni corta ni perezosa respondió que sí.
¿Podría usted guiarme? Con mucho gusto. Y empezó la visita.
Inexperto en cuestiones
de vestimenta, no sabía si lo interesante era lo que le explicaba o la figura
de la explicadora. Una yukata azul, rameada, al parecer no era estampada a
máquina. Un complejo sistema de incrustación del dibujo formaba parte del
vestido.... Lo que escuchaba se lo aplicaba a la ropa que ella vestía. El obi,
rayado como si de la bandera de los indígenas andinos se tratara, resaltaba el
tronco de la dama y el cordón que lo controlaba todo.
Hay quién pudiera
Deshacer el nudo
De tu delantal...
decía
la copla, lo mismo que el haiku antiguo. Al fin y al cabo deshacer el nudo llevaba
a la mórbida belleza del desnudo, placer universal.
Colgado de sus palabras pasaban
salas y salas de las cuales no sabía con cuál quedarse. Todo nuevo y todo
antiguo. Un nuevo conocimiento pero que enlazaba con algo que ya traía grabado
en las células del corazón. ¿Había vivido aquel momento antes? Todo le era
familiar y desconocido al mismo tiempo, y su guía le hacía el instante más
agradable.
Sin
embargo había algo que no encajaba en aquel cuadro. En el fondo de los ojos de
la guía había como una burla, como un desenfado frente al curioso foráneo. La
duda le asaltó a éste, pero ante el río de su sonrisa desapareció como por
ensalmo. Cuando el perfume de las flores se esparce por el ámbito que nos
rodea, nada ni nadie puede controlar su poder.
Terminaron
la visita por las salas de los 60 del siglo veinte.Ya una ciudad, un país, un
mundo diferente. Nadie podría afirmar que mejor ni peor, pero sí diferente.
Pero para él, viendo las estampas femeninas y masculinas que vagaban por aquel
ambiente, no encontró ninguna de la que pudiera decirse que se hubiera escapado
de una estampa, de un cuadro, de una escena de película. Hasta tal punto le
parecía que su acompañante se adaptaba al espacio y al tiempo de lo expuesto.
Desde
luego sabían montar un ambiente como es debido en las muestras al público.
Aquella gente se merecía su mayor respeto. El sentido del gusto, cuando estaba
desarrollado, merecía un premio, lo mismo que lo merecía aquella acompañante.
¿Qué
hacer? ¿Podía dar alguna cantidad como pago a sus servicios? De ninguna manera.
El servicio era gratuito, pero como no quería desairarle, aceptaría con mucho
gusto un té, era el país del té, en una cafetería que había en una planta más
abajo.
Al
entrar en la cafetería, un blanco resplandeciente inundó la pupila del
visitante. Los clientes miraron a la pareja. Al parecer no era normal ver
figuras, especialmente la de ella, así en aquellos tiempos.
Pidieron,
ironías de la modernidad, un café, y con una cristalera que daba a un patio-plaza
interior lleno de verdor, continuaron su conversación. Sus lugares de
nacimiento, sus quehaceres, sus gustos , y entre sus gustos, a ella le gustaba
escribir poesía. Le leyó una que no recordaba muy bien qué decía, pero que le
había quedado en la mente más o menos así:
CANCION
ENLAZADA
Con el tiempo que se va
acumulando
Alrededor
El sentimiento del Amor.
Se funde en su profundidad
Con el paso de los meses, de los
años,
El Amor que se dice.
Con el peso del Amor
Sobre los pechos
Salen alas al mundo del
sentimiento
Queda su realidad
Y vuelve a su principio.
Enlazado Amor
Mudo para la eternidad.
Dicho
con un brillo especial en lo más profundo del corazón, saliendo por los ojos,
fue el mejor instante de la tarde. ¡Quién fuera el afortunado al que iba
dirigida aquella misiva!
A
veces el mundo, sentía, estaba muy mal distribuido. Sintió que si era verdad lo
de los flechazos, en ese instante la flecha de Cupido se estaba introduciendo
incruenta, pero implacable,en lo más profundo de su alma.
Ella,
le dijo, estaba allí todos los días. Podía visitarla cuando quisiera y siempre
le guiaría con mucho gusto. Con la miel en los labios de aquella frase, se
despidió de la muchacha en yukata salida de un cuadro antiguo. Iba tan
despistado que no se dio cuenta de que no le había preguntado su nombre.
Terminó
sus obligaciones de la tarde y volvió a casa. Puso el acondicionador de aire,
puso la televisión y,cuando iba a comerse la hermosa hamburguesa con ensalada
que se había preparado,la vio. Sí, era ella, y no era guía del museo, era una
visitante a la que le pedían su opinión sobre lo que había visto en el mismo.
Se
pellizcó en la cara. Ahora entendía la sonrisa burlona de sus ojos, de la
comisura de los labios. Se había burlado alegremente de su despiste. Las
azafatas iban de color naranja...
Como
una revelación, se acordó del libro que leyera la noche anterior. Si los
personajes de los cuadros salían a pasear por los pasillos del Prado, bien
pudiera ser que las personas que aparecían en la pequeña pantalla pudieran
salir a dar una vuelta del brazo de aquel teleespectador que las sacara de su
cárcel.
Dio
unos golpes en la pantalla. Entrevistador y entrevistada quedaron parados.
¿Sí?
¿Puede salir la señorita? Quiero hablar con ella, dijo con voz firme. Espere un
momento que terminamos con la entrevista. Después dé al botón de “volver” del
zapeador y ella estará con usted en unos instantes.
Hizo
lo que le habían dicho y dos minutos más tarde ella salía sin dificultad de la
pequeña pantalla.
¡Ah,
es usted! Vaya, vaya, mentirosilla. Y yo creyéndote azafata. Bueno esa fue la
única mentira. Lo demás era completamente cierto. Ya, ya. Bueno, ha sido una
broma simpática. Sólo me gustaría saber por qué. Bueno, me pareciste, disculpa
pero te voy a hablar de tú. No hay ningún problema. Me pareciste simpático y
además era una oportunidad para hablar tu lengua. Pues sí que lo has hecho
bien. Me disponía a comer, ¿quieres? Sí, tengo un hambre canina. Espera unos
minutos y te preparo una hamburguesa como ésta. Pero antes pongámonos en
ambiente.
Puso
música, dejó la luz indirecta imprescindible, reguló la temperatura del aire y
se fue a la cocina a preparar otra hamburguesa. Cinco minutos después comían
alegremente uno frente al otro. Ambos se relamían de placer. ¡Qué cosa más
rica! Fue cuando ya estaban terminando que ella se dio cuenta. Sobre el obi le
había caido una mancha de salsa.
¡Ah!,
puso el grito en el cielo. Con un papel de tisú mojado en agua intentó hacer
desaparecer la mancha.
¿Qué
hago? ¿Qué hago? ¡Es cada vez más grande! La mancha roja de tomate se extendía
y se extendía. Pasó del obi al vestido azul. Pasó de azul a rojo, todo doradito
como hamburguesa apetitosa.
En
unos segundos, lo que había sido una hermosa princesa salida de un cuadro antiguo,
quedó convertida en una hamburguesa que gritaba “Comemé”. Hambriento como
estaba, no lo dudó. Le clavó el tenedor, ternísima, le clavó el cuchillo, fácil
de cortar, y se llevó el primer trozo a la boca.
Cuando
se estaba relamiendo con tan rico sabor, sonó el asesino de los sueños... Eran
las siete de la mañana.
.... A LA RICA HAMBURGUESA...
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